Es curiosa la situación que se está produciendo con la vacuna de la COVID-19 donde una minoritaria —pero amplia— masa rechaza vacunarse por razones peregrinas, desoyendo las recomendaciones de las autoridades médicas mundiales, afrontando un riesgo. El comportamiento de estos ciudadanos es, además de irracional porque no está basado en evidencias científicas, profundamente insolidario: se aprovechan de la inmunidad de los que se han vacunado al mismo tiempo que son un riesgo de contagio. Bajo mi punto de vista, no es una opción de libertad individual porque está en colisión con el derecho a la salud de los demás. Pero, dejando esto para otro momento, quisiera hoy centrarme en los datos que justifican que los llame ignorantes. Para ello me voy a limitar a proporcionar la esperanza de vida en Europa desde que existe un registro de este dato.
A finales del siglo XIX la esperanza de vida en Europa era tan solo de 29 años. La misma durante unos 200 años anteriores. Desde ese momento la esperanza de vida no ha dejado de crecer hasta llegar a cerca de los 80 años actualmente. Este índice indica de manera incontestable que la salud de los pueblos europeos no ha dejado de mejorar a lo largo del siglo pasado y del actual. A ello han contribuido una mejora significativa en la alimentación y en las medidas de salud pública, marcadamente, la vacunación contra enfermedades como la viruela, la poliomelitis, etc., que han erradicado prácticamente la mortalidad infantil por esas causas.
Afortunadamente, eran tiempos en los que el pueblo llano seguía a pie juntillas las instrucciones de sus autoridades médicas en vez de la basura publicada por cuatro memos en las redes sociales. Así que, en estas estamos: o mantenemos la confianza bien ganada en nuestro sistema público de salud o nos dejamos llevar por las simplezas de cuatro zascandiles que no saben ni dónde tienen la mano derecha.
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