“..Aquella tarde se había celebrado un bautizo en la iglesia de San Pablo en Neville Square, y Albert Edward Foreman aún llevaba su vestimenta de sacristán...”. Así da comienzo “El Sacristán”, el magistral cuento de W. Somerset Maugham, cuyo protagonista, Albert Edward Foremam, un escolano parroquial que, aún sin saber leer ni escribir, atesora una inmensa fortuna de treinta mil libras, pero que cuando va a firmar su depósito en un banco el director de la entidad descubre que su cliente es analfabeto, por lo que, sorprendido, se pregunta ¿dónde estaría este hombre si pudiera leer y escribir?.
Con un amago de sonrisa, aderezada con sempiternas facciones aristocráticas, el interpelado sacristán responde: “Yo sería el sacristán de la iglesia de San Pablo, en Neville Square.” Respiraba nuestro protagonista, tras apostillar que a él le ocurría como al sacristán de Somerset, que siempre sería lo que desde hacía más medio siglo le ocupaba en los locales de neón del Sur: hoteles, barcos, cabarets, Hace más de un lustro que con su sorna sana, su ironía pícara y sus sinceras palabras me lo confesaba un octogenario artista del piano, pleno de bonhomía, un pionero del jazz en Andalucía, junto al teclado que durante sus últimas décadas deleitó los sueños de la clientela nocturna del Bohemia Jazz Café, en la capital nazarí, donde había nacido. Algunas semanas después, bajo el título “Noticias de un piano”, desembarqué en este puerto de papel la carga humana y emotiva que Ignacio Olmedo me regaló en una de esas noches estrelladas que amanecen con la luna y se duermen con el sol, cuando el baldeo del asfalto nos ponía a cubierto bajo el acogedor techo del último refugio de los últimos insomnes, donde la veterana alma hospitalaria del Snooker, Juan Santos, “El Bigotes”, siempre presto a cuidar de su peculiar clientela, aliviaba los jugos gástricos, a tan extravagantes horas, con su exquisita variedad de pucheros y potajes, cuando no con algún rápido “sopisant”, como tan ingeniosamente los bautizó el ilustre artista, quien siempre se refería a sí mismo como “un aprendiz de músico de cabaret”.
Con sagacidad e inteligencia –aludía en aquella reseña desembarcada- don Ignacio no deja resquicio alguno en donde la vida pueda ocultarse y escapar a sus propios sentidos. Conversador nato, agudo e incisivo a veces, no duda en recurrir a un clásico del cuento para explicar su propia existencia, su trayectoria vital y el discurso que le lleva a rematar las frases con algún taco determinante de las situaciones y anécdotas que vomitan de su incansable boca anárquica, la misma que sentencia la tardía llegada de su dueño a todo. De apellido enraizado en la más castiza genealogía castellana, Ignacio Olmedo procedía de una clásica familia andaluza de comerciantes, profesionales e industriales que en las primeras décadas del pasado siglo fueron pioneros en la aventura del descubrimiento de Sierra Nevada.
El pianista abandonó su ocupación de contable en la tienda familiar y, posteriormente, su trabajo como aparejador en el estudio de su hermano Miguel porque en una noche de farra, Luís Megías, el pianista de un hotel de la cadena Meliá, se comprometió a llevarle a casa un cuaderno de solfeo para que aprendiera música, ya que desde siempre había acariciado los teclados del piano familiar. La visita inesperada de su amigo no fue, inicialmente, bien recibida por don Ignacio, quien argumentó falta de tiempo y lugar para dedicarse a tan noble aprendizaje de los secretos del pentagrama. La perseverancia del amigo venció la terquedad del joven Olmedo, quien al fin acabó aceptando las primeras nociones de música y en un año superó en el conservatorio los dos primeros cursos de solfeo y de piano. Soñador de noches de lentejuelas, mago de los luceros, adivino del alba, don Ignacio adquirió un piano K.Kawai G2 por más de medio millón de pesetas de las de entonces. Durante varias décadas este instrumento fue el más fiel compañero del maestro del teclado, del besucón de acordes, con el que impregnó medio mundo de melodías, desde los madrileños clubes Whisky Jazz y Balboa Jazz, adonde lo introdujo su amigo Juan Carlos Calderón, a la clínica de lujo Incosol o algunos establecimientos de Sierra Nevada.
Después de varios traslados, el piano acabó en Free, un local de copas de Miguel Nevot, a quien su dueño lo vendió por seiscientas mil pesetas. Tras el cierre del garito el piano siguió el destino de su nuevo propietario. Corría el año 2013 y mientras acariciaba con pasión las blanquinegras teclas del Bohemia Jazz Café, entre efluvios del pasado y deseos del futuro, don Ignacio Olmedo buscaba su viejo piano que, al parecer, ha gozado su propia vida marinera en algún lugar de Garrucha. El octogenario pianista agradecía entonces noticias de su piano. Don Ignacio Olmedo falleció con 93 años a finales del pasado verano sin haber recibido novedades de su piano. El Festival de Jazz de Granada le ha tributado ahora un grandioso homenaje, pero adónde quiera que se encuentre, el maestro aún espera noticias de su piano.
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