Los minuteros de la inmortalidad

En mi pueblo conocí a tres aguerridos minuteros

José Luis Masegosa
07:00 • 29 nov. 2021

La imagen fue capturada en el transcurso de alguna de las muchas romerías de la Virgen del Saliente, en el Cerro del Roel, a la que asistimos durante los años de la inocencia más inocente.








Ante aquel fondo colgado de lona  supuestamente multicolor de un jardín paradisiaco, donde algunas palomas revoloteaban en torno al surtidor de una fuente, a la sombra de un laberinto de difusas columnas, he descubierto bajo dos alados sombreros  las figuras diminutas de dos canijos bandoleros que, canana a la cintura y sendos pistolones de madera en mano, proyectan una ingenua mirada, a caballo entre el asombro y la sorpresa de quienes no entienden muy bien qué han de hacer ante las instrucciones dictadas por el artesano fotógrafo que -cabeza embutida en el túnel negro de la cámara minutera- acompaña con gesticulaciones manuales que concluyen en la activación de una suerte de pajarito que abanica sus  metalizadas alas a gusto del retratista, quien clama la atención de los dos disfrazados personajes. Una sensación de duelo entre los dos pequeños postizos bandidos debió helar el aliento, o provocar una burlona sonrisa de los romeros que transitaran por aquel improvisado set de los fotógrafos de los pobres – quienes podían acudían a los estudios- donde quedó inmortalizado el teatral desafío de papel entre mi hermano  y un servidor de cuando niños,  escena que he encontrado en una añeja caja de “solisombras”, los puros “Rumbo”, donde  habita la particular memoria blanquinegra que somos.






 Cuántos álbumes y cajas de la memoria en blanco y negro nos inducen a un viaje de la mirada a través del objetivo de los artesanos de la fotografía que, aun en vía de extinción, han resurgido en algunos lugares de nuestra geografía, dado que esa leyenda del retrato antiguo de las minuteras no se consigue por mucho filtro que le pongamos al selfie del móvil. Algunos, llevados por la necesidad laboral o por ese sentimiento romántico de un oficio que tuvo su esplendor a finales del siglo XIX y gran parte del XX, tratan de superar las trabas burocráticas que la administración municipal de turno les impone y pelean por hacer de la imagen el resultado de un minucioso ritual. En mi pueblo conocí a tres aguerridos minuteros: Daniel Martos Rodríguez, quien asía sus decorados a la Puerta del Perdón de la Basílica local, José Martos, “El Lirio”, que se fue con su aparataje a Zaragoza, y Antonio Martínez Martínez, “El Retratista”, cuyo valioso legado conservan sus hijos.






A los escasos artesanos de la imagen que hoy son los  podemos encontrar, cámara minutera en ristre, en algunos rincones de los cascos históricos de un pequeño ramillete de ciudades en donde ofrecen sus retratos analógicos, los que se cocinan como antes, a oscuras y a fuego lento, casi como una atracción cultural. Los hay que van a más, como el francés Jean Louis  Briet, a quien encontré días atrás sin conformarse con la técnica tradicional del papel, el revelador y el fijador, por lo que utiliza la práctica anterior del colodión húmedo. El ínfimo retorno de las artesanales cámaras, con las que “se hacen fotos antiguas al momento”, ha traído la ilusión a quienes saben que una fotografía vintage sólo se consigue con estas máquinas de manual precisión. Y es que , ¿quién no tiene fotografías de un minutero?. En ese archivo de la estampa propia que cada uno de nosotros guarda en algún rincón perdido de los ayeres siempre hallaremos el caballito multicolor de cartón –aparecía blanco o negro en el papel- que, aún adultos, nos convirtió en jinetes y nos hizo cabalgar sobre la sombra del tiempo y reencontrarnos con la magia de un sueño en nuestro Parque almeriense de la infancia, en los Jardines de Murillo y del Generalife, en la Alhambra, en el Barrio de Santa Cruz, junto al Coliseo o frente a la Torre de Belén.


Aquel caballo siempre comía el mismo pienso; a veces se aburría en las caballerizas de las solitarias calles y escenarios donde nadie transitaba, y acompañaba a la “Wilander” del retratista junto con el pobre y llamativo atrezzo de los minuteros, quienes nunca dejaron de atender el reloj de arena que situado sobre la caja de la cámara medía el tiempo, apenas unos minutos, para que se obrara la magia del revelado. Una magia como la del pajarito que movía sus alas antes del disparo del fotógrafo para que su cámara capturara nuestra energía más positiva y más hermosa, la de nuestra sonrisa, una sonrisa que siempre nos regalaron estos magos de la cámara artesana, la sonrisa de la inmortalidad….


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