Andrés García Ibáñez
23:54 • 10 feb. 2012
Últimamente escucho a Antonio López decir que piensa pintar algún desnudo importante pues es un género escaso en el arte español. No un desnudo cualquiera; un gran desnudo. Dice que, con la excepción de Velázquez y Goya, nuestro arte del pasado –ese que le inspira por su afinidad realista- carece de una preocupación por las cosas importantes de la vida y de las personas, del quehacer diario o cotidiano, los sitios por los que se pasa... en fin, los temas tan caros al realismo contemporáneo que son los suyos. Que en España “nos hemos pasado la vida pintando santos y purísimas” y no hay tradición de desnudos como en Italia. Y que ya está bien. Y tiene razón; pero quizás mira demasiado el barroco y olvida el siglo XIX, que tuvo –especialmente al final y en el cambio hacia el XX- un esplendor naturalista intensísimo y deslumbrante.
Que nuestro arte no tuvo un Renacimento como en otros países europeos es evidente; aquí pasamos del último y exaltado gótico –vigente hasta bien entrado el XVI- a un barroco de intenso fervor religioso. Tan sólo un breve episodio plateresco de transición entre ambos, que muchos etiquetan de Renacimiento a la española, pero que en el fondo es medieval en el espíritu y en la forma. Casi sin solución de continuidad, cambiamos lo medieval por las mortificaciones de Miguel de Mañara que, para el caso, viene a ser lo mismo. Austeridad y penitencia, autos de fe y persecución de la herejía; esa era la apuesta personal de los reyes Austrias durante nuestro llamado ‘siglo de oro’. Y pintar desnudos era herejía. Pero la carne es flaca y el cuerpo tiene sus debilidades y apetitos. Para satisfacerlos estaban los pintores venecianos; una escuela especializada –entre otras cosas- en el desnudo erótico; sus clientes eran los grandes reyes y nobles europeos y no pocos cardenales u obispos. Felipe II encomendaba a sus pintores la representación de los martirios y glorificaciones de santos, al tiempo que compraba a Tiziano sus célebres ‘poesías’, que no eran otra cosa que el Playboy de la época; sensuales y provocativas mujeres desnudas, rodeadas de lujo y tentación, bajo la apariencia de diosas mitológicas. Masturbarse primero ante Tiziano y mortificarse después con Morales o el Bosco. Del eros al tánatos.
Aplaudo la decisión de Antonio y su apuesta por el desnudo, pero intuyo que el suyo no será como los italianos. Su alma castellana, austera y profunda, andará por una senda ascética y lacerada del cuerpo; la criatura como un bodegón de imperfecciones emocionadas.
Ahora que hago ‘alegorías venecianas’, recuerdo la legión de santos que pinté en mi infancia y primera juventud, y las palabras de mi abuelo, heredadas de los pintores de antes: “Si sale con barbas, San Antón, y si no, la Purísima Concepción”.
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