Llegadas estas calendas las tahonas y obradores de la repostería navideña no han dado todo de sí. Aún quedan días y faena para concluir los pedidos y encargos que por estas fechas reciben los monasterios y conventos de las monjas de clausura, quienes con esmero, cuidado y amor se entregan a esta laboriosa tarea que les proporciona algunos medios económicos y nos alegran el paladar. En algunos de estos cenobios se trabaja a destajo, si bien los hay que mantienen su producción dulcera durante todo el año y los que se emplean en esta artesana encomienda sólo en este tiempo de Adviento. Y es que disponemos de un variado y amplio muestrario de manifestaciones que nos anuncian la Natividad, desde la lotería que más venta tiene al año a los espectaculares alumbrados de pueblos y ciudades. Previamente a estas expresiones populares de este tiempo nuestras pituitarias han sido presas de cierto tufo dulzón y nuestros paladares se han rendido a los irresistibles sabores que estos días fustigan nuestros ojos, que es por donde primero se come.
Este diciembre, que camina sobre un puente desbordado de personal, rezuma a mazapán, turrones, roscos, hojaldres…a dulces de siempre, de ayer y de hoy, a dulces bañados con agua bendita por la gracia de las manos de los obradores de conventos y monasterios que atesoran esta ancestral tradición. Este diciembre que, en ocasiones se me antoja un agosto invernal, invita a gozar de los exclusivos productos monacales elaborados a partir de recetas centenarias que tienen un extraño poder, pues a la hora de consumirlos nos causan cierta pesadumbre comerlos demasiado rápido.
La ruta de los mejores dulces de convento de nuestro país es inmensa, pero nunca suficiente, pues a la hora de conversar sobre la guía de los dulces conventos siempre encontraremos un contertulio que nos ofrecerá alguna buena nueva, algún polvorón, rosco, alfajor o tocinito que nuestro conocimiento acerca de estos deleitosos desconocía. Desde el mazapán de San Clemente, en Toledo, a las yemas de San Leandro, en Sevilla, hay un goloso recorrido que, salvo honrosa excepción, pasa casi de largo por nuestra tierra. Las ferias y muestras de repostería conventual que han tenido a Almería como escenario siempre han debido proveerse de especialidades de monasterios ajenos, y es que a pesar de la buena voluntad de algunas abadías no ha cuajado suficientemente esta costumbre entre los claustros almerienses.
Como otras muchas, tan valorada actividad se ha encontrado en esta ocasión con la necesidad de incrementar sus precios a consecuencia del aumento del coste de la energía eléctrica y de las materias primas, sobre todo de la harina, ingrediente esencial para estas exquisiteces. Una harina que, como diciembre, nos lleva a los lagos dorados de las mieses estivales, a la siega de sol a sol y a la trilla de cuando la tecnología aún no había aliviado el sudor de los segadores ni convertido el trillo en un objeto de decoración rural. Tal vez en esa entrega total, casi esclava, del ser humano a las espigas resida el agradecimiento de su esencia harinera en dulce holocausto. Así me lo ratificaba días atrás la abadesa de unas Comendadoras de Santiago, a quien el incremento del consumo de sus productos –casi medio centenar de especialidades- le ha llevado a atribuirles un don casi sobrenatural. Mención detallada de la tarta del patrón de España y al azúcar glasé espolvoreado por encima hasta dar forma a la conocida cruz de Santiago que según la religiosa le aporta un sabor mejor, y en este punto la psicología se muestra extraña y juega hasta zambullirse en nuestro paladar. Y es que, por supuesto, no sería lo mismo una tarta de Santiago sin ese ingrediente coronando el bizcocho, como tampoco sería igual cualquier otro pastel o golosina que no preparen estas monjas desde hace más de cuatrocientos años. Y hay para todos los gustos: rosquillas, cocas de anís, trufas, ruedas de chocolate....lo mejor es pedir un poco de cada y otro poco más. Se comen despacio y se vuelve a por más. Son los dulces de los dulces conventos.
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