En uno de esos resquicios de tiempo y espacio que ha encontrado el terminal de mi teléfono móvil, tras la tormenta de felicitaciones y parabienes de artiugio de estos días navideños, una apreciada y querida amiga, que aún no se ha repuesto de un largo trance y posterior duelo por el fallecimiento de su entrañable madre, me cuenta que ella y su hermana –prácticamente la única familia que le queda- van respirando poco a poco. Con sentida sinceridad me confiesa que están deseando que pasen “estas malditas fechas” que parece que no importan, pero que te encogen el estómago y te sumergen en un pozo de pesadumbre, dolor y tristeza. Semejante estado no es exclusivo de mis amigas ni de estas fiestas. Son –somos- muchos a quienes los envites del calendario y de la propia vida nos han inoculado un sentimiento contradictorio con respecto a estas celebraciones con las que, por un lado, estamos estrechamente identificados y de otra parte nos contagia de cierta alergia. Y no se trata de estar o no incluidos en los colectivos de los pro navideños y los anti. No. Es que como le comentaba a un amigo y compañero, hace tiempo que las Noches Buenas se han convertido en buenas noches, las de la cortés fórmula de todas las noches del año. Cierto es que hay tantas Navidades como personas y lugares.
A ese mismo terminal telefónico me llegó anteayer, de manos del doctor Theodore Lejeune, - un valiente y decidido sacerdote africano de Camerún, que ahora atiende con vocacional dedicación, generosa y humilde entrega varias parroquias del norte nuestra provincia- el video de un pueblo de la comuna camerunesa de Éséka, que, salvadas las distancias, me hizo viajar en el tiempo a la prehistoria de la afición musical que siempre me ha cautivado, un viaje de carencia e imaginación que sólo quienes hayan hecho sus pinitos en tan noble oficio sabrán entender. Cuando tu infancia sueña con un escenario donde puedas desarrollar tu afición y, a veces, pasión, en la ejecución de cualquier instrumento eres capaz de todo y haces sonar a los más insospechados y variopintos “pitos”. Es lo que durante años han –hemos- hecho quienes no encontrábamos la posibilidad de utilizar una rudimentaria guitarra, un arcaico teclado o una desafinada percusión. La imaginación accedía al poder y toda esa instrumentación afloraba de una artesana labor, tan paciente como inútil, pero con la que no había melodía ni composición que se resistiera. Es lo que con enorme mérito y constancia ha hecho un buen número de pequeños de esta comuna camerunesa en cuya sangre fluye el arte a borbotones, no sólo para ejecutar diferentes ingenios sino para acompañar con una natural y espontánea danza al son de “Feliz Navidad”. Claro que su escenario también es mucho más natural que el de mis añorados días azules.
A algunos de estos nativos y genuinos músicos no les importa mover sus ágiles cuerpos sobre la roja tierra de ese lejano país con los pies desnudos porque no tienen el más elemental calzado. Su indumentaria es tan ligera como la movilidad de sus gestos. Las guitarras, supuestamente eléctricas, están conformadas por botellas de plástico sostenidas a modo de mástil por el palo de arbustos. Los “micrófonos” son también pequeñas botellas de plástico sujetadas por una caña. La percusión es una suerte de “batería” definida por tres maltrechos cubos plastificados que con una destreza inusitada golpean las “baquetas” del avezado baterista, quien no rompe el soniquete ritmo de la composición navideña. El teclado está perfilado sobre un panel de ébano en cuyas dibujadas teclas el joven pianista desliza sus hábiles manos con tal sentido del ritmo que nada haría sospechar la procedencia de la pegadiza canción navideña. Toda esta hermosa interpretación es aderezada por una vistosa, colorista y alegre coreografía que pareciera ser fruto de los más exhaustivos y experimentados ballets del mundo, que en esta ocasión acoge un entorno de plataneras y abundante vegetación. Pero no. Estos espontáneos y felices artistas son hijos de los campesinos de Éséka, de los cultivadores de café y cacao, de yuca, maíz y plátanos. No pocos de ellos se ven privados de asistir a la escuela porque sus familias no pueden pagar los 240 euros que cuesta una plaza escolar al año. Estos niños comen –arroz o yuca- una sola vez al día, o dos como mucho, en el comedor social que regenta la congregación de las Siervas de María. Como en casi toda África, el agua potable es una de las principales necesidades, pero ellos no se ahogan por nada. Nada tienen y lo tienen todo porque saben replantearse los criterios de la felicidad. Y con esa auténtica felicidad desbordante –tan envidiable- viven y cantan su Navidad, la de los pobres y necesitados, la Navidad de los nobles corazones africanos.
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