Desconozco si los destellos de las explosiones de los cohetes iluminaron la noche de vísperas. Tampoco sé si los rostros expectantes de algunos paisanos de la provincia quedaron inmortalizados ante el flamear de las lumbres y luminarias que en honor de San Antón - cuya festividad se celebra hoy- han aportado una cálida estampa a este gélido paisaje. Ignoro si jóvenes y mozalbetes han podido desafiar las llamas y saltar sobre las mismas o han salido indemnes del fuego cruzado de carretillas y cohetes rastreros.
No es solo la distancia física de tan entrañables escenarios la que me halla lejos de una tradición tan arraigada como expandida, es que San Antón será hoy en algunos lugares -por razones obvias y por segunda vez en los últimos dos años- un espejismo del pasado, una sombra de cuando el tiempo tenía tiempo para contar la vida, como la de la crónica de tal día como hoy relatada en 1949 en la sección de provincia de LA VOZ por Antonio Ruíz de la Fuente, a la sazón corresponsal del periódico por aquel entonces en mi pueblo: “ Con mayor entusiasmo que el pasado año se ha celebrado la festividad de San Antonio Abad.
Por la mañana de este día hubo misa solemne a cargo del señor cura párroco, doctor don Santiago Díaz Gallardo. Por la tarde se celebró la procesión del Santo, que recorrió triunfalmente el itinerario de costumbre. El paso de la manifestación cristiana fue presenciado por todo el vecindario, desbordándose el entusiasmo de agricultores, propietarios y productores, lanzándose al espacio centenares de cohetes. El tiempo, después de varios días de intenso frío –temperaturas de cuatro y cinco grados bajo cero- fue excelente, contribuyendo a dar mayor realce y solemnidad a la procesión”.
El conjunto del marranico y la esbelta imagen del abad Antonio, de la Basílica de mi pueblo –al que alude la reseña periodística- reside en tan privilegiada morada desde 1944. Como recordaba en anteriores ocasiones, llegó en “portes a gran velocidad” procedente del taller de José J. Sacrat, en Gerona, a la estación ferroviaria de Cantoria, previo pago de ciento treinta y cinco pesetas, y gracias a las aportaciones de cuarenta y cuatro vecinos que en aquellos tiempos de alpargata y carencias se desprendieron de lo que pudieron –de una a ciento cincuenta pesetas por cabeza- para enriquecer la imagenería del templo e imbuir cierta tranquilidad en agricultores y ganaderos al saberse acompañados de la guarda de sus animales y ganado por parte del fundador del movimiento eremítico. Cananea, el Tío Carturcho o la Campiña fueron algunos de esos generosos benefactores que junto a los actores del Teatro de Pascua –recaudaron cuatrocientas diecinueve pesetas- conformaron la nómina del crowndfunding de la referida imagen de San Antonio. Hasta la última década del pasado siglo, los fastos dedicados al ermitaño de Heracleópolis Magna (Egipto) se acompañaron con la rifa de un marranico hermano de carne y hueso que durante el año andaba de casa en casa para proveerse del sustento necesario gracias a la generosidad del vecindario.
El último año de la rifa la mascota fue una cerdita, de nombre “Blanquita ”, que compartió plató televisivo en el desaparecido programa “Tal como somos” de Canal Sur, de la mano del entonces regidor Bartolomé Sánchez Moreno, quien mostró tan hermosa criatura a la audiencia con su cuello abrazado por una cinta roja de seda. Tras ser sorteada, “Blanquita” fue indultada y no acabó trufada en jamones, brazuelos y chorizos.
En el ecuador vespertino de días como el de hoy, la imagen del santo eremita no se amedrantó ante los fríos vientos de enero ni precisó de cubierta para desafiar nieves y ventiscas, tan sólo los fuertes temporales de lluvia aplazaron la salida procesional algún año.
En el río de mi memoria fluye la celebración por todo lo alto del patrón de animales. Al igual que en la crónica aludida, mi fiesta de San Antón transcurrió siempre en las alturas montañeras del norte almeriense, entre paisajes remotos de hogueras callejeras en la víspera, al amparo de las llamas purificadoras de los viejos aperos y utensilios agrícolas, junto a un castillo de castillos de pólvora, un festival de carretillas y cohetes rastreros que aún avivan en la memoria el exclusivo olor a pólvora cuando, arribado el cortejo al corazón del pueblo - Plaza de San Antonio-, las andas portadoras del santo se detenían, en tanto abríase un enorme corro humano que circundaba el espacio abierto.
Se iniciaba entonces el juego de “la joya”. Desde distintas posiciones, un representante de la Hermandad Mixta de Labradores –casi siempre era Ramón Gallego, “el abuelo”- extraía de una talega puñados de monedas –perras gordas, reales y pesetas- que lanzaba a diestro y siniestro. Tras las monedas corrían los jovenzuelos a cogerlas, y tras ellos una lluvia de “carretillas” completaba la secuencia de tan singular juego, más propio del mismísimo infierno. Ni que decir tiene que chamuscados y quemados se contaban por docenas, pues apenas si se usaban equipos de protección. Acabada “la calderilla”, se reanudaba el desfile procesional que concluía con una sonada traca.
Aun cuando anoche el santo abad recibió honores de pólvora y fogata en algunos pueblos, como Cantoria, que acogió sus tradicionales carretillas, mis calles festivas de antaño serán hoy calzadas de ausencias.
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