Enrique Arias Vega
23:51 • 18 feb. 2012
Mientras paseo por el inquietante centro de Johannesburgo, observo menos presencia de blancos que en mis visitas al Harlem neoyorkino. Como en él, también existe aquí un enorme porcentaje de suntuosos edificios de oficinas vacíos.
El repliegue de los anteriores dueños y señores del país a barrios más exclusivos, como Standton, muestra que la integración racial, social y económica de Sudáfrica aún queda muy lejos.
Por otra parte, la mala conciencia europea por el reciente apartheid se manifiesta en las constantes visitas de blancos al emotivo museo dedicado a aquella ignominia o a la antigua cárcel de Constitution Hill y en sus excursiones a castigadas localidades como Soweto.
En cambio, la población de color pasa olímpicamente de monumentos como el Voortrekker de Pretoria, dedicado a la gesta colonizadora de los primitivos boers. Y eso que la colosal obra ha sido privada ya de las connotaciones racistas con las que fue creada.
Sudáfrica, con el 25% del PIB del continente, es pues un país en contante cambio, con una carta magna de las más ejemplares y avanzadas de todo el mundo. Aun así, con la vida política dominada ya por la mayoría negra y con una economía controlada aún por los descendientes de los colonos, está por ver si la mayor igualdad actual aumentará el bienestar medio de la población o no.
Hasta ahora, el milagro de esta transformación ha sido posible por la presencia de un hombre providencial y magnífico como Mandela. Pero, ¿podrá mantenerse tras su inevitable desaparición o surgirá el revanchismo en forma de alguna memoria histórica que dé al traste con la reconciliación obtenida?
Ésta es la encrucijada ante la que se halla este espléndido país.
El repliegue de los anteriores dueños y señores del país a barrios más exclusivos, como Standton, muestra que la integración racial, social y económica de Sudáfrica aún queda muy lejos.
Por otra parte, la mala conciencia europea por el reciente apartheid se manifiesta en las constantes visitas de blancos al emotivo museo dedicado a aquella ignominia o a la antigua cárcel de Constitution Hill y en sus excursiones a castigadas localidades como Soweto.
En cambio, la población de color pasa olímpicamente de monumentos como el Voortrekker de Pretoria, dedicado a la gesta colonizadora de los primitivos boers. Y eso que la colosal obra ha sido privada ya de las connotaciones racistas con las que fue creada.
Sudáfrica, con el 25% del PIB del continente, es pues un país en contante cambio, con una carta magna de las más ejemplares y avanzadas de todo el mundo. Aun así, con la vida política dominada ya por la mayoría negra y con una economía controlada aún por los descendientes de los colonos, está por ver si la mayor igualdad actual aumentará el bienestar medio de la población o no.
Hasta ahora, el milagro de esta transformación ha sido posible por la presencia de un hombre providencial y magnífico como Mandela. Pero, ¿podrá mantenerse tras su inevitable desaparición o surgirá el revanchismo en forma de alguna memoria histórica que dé al traste con la reconciliación obtenida?
Ésta es la encrucijada ante la que se halla este espléndido país.
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