Aparentaba más edad de la realmente arrastraba. Su mirada hablaba con expresiones diversas de cuanto había conocido. Sus eternas ojeras vivían al abrigo del paraguas de sus ojos de mar, que mudaban a cada instante según el personal estado emocional. Tal vez por eso, aquella mañana de invierno templado que escuchó - por medio de sus audífonos- la lectura solemne de la esperada sentencia, en boca del último cartero fijo que hubo en el pueblo, no pudo sentir mayor alegría, en tanto que por los paraguas de su ajado rostro corría un cerco de lágrimas, entre un abaniqueo leve de tristeza de párpados, hasta sus ojeras de incontenible emoción bañadas. A sus casi noventa años de edad, doña Elisa había logrado que la justicia, en la que apenas había tenido confianza, le reintegrara su casa y sus pequeñas propiedades agrícolas que le habían sido arrebatadas por sus hijos de manera ilegal bajo el pretexto de un presunto deterioro mental.
Otra mañana, mediado el mes de abril, adiviné en mitad de la calle el alboroto y los gimnásticos saltos, como si de alcanzar un invisible pájaro se tratara, que protagonizaba mi amigo Paco, hijo de uno de los guardias municipales de la localidad –cuando en el pueblo existían tales funcionarios de la seguridad-, quien, preso de un ataque de irrefrenable alegría, celebraba la buena nueva que acababa de entregarle el mismo cartero que leyó la sentencia a doña Elisa. El genial Paquito –en todos los aspectos- había recibido una notificación del departamento de reclutamiento de la entonces novena región militar que le exoneraba del servicio militar, que en aquella época era de obligado cumplimiento. Claro que aquella celebración ya había tenido un sonado aperitivo de varios días, aun cuando el protagonista desconocía el resultado final de su solicitud, después de pertinaces gestiones –un par de jamones, al menos- ante la autoridad militar correspondiente, si no recuerdo mal, creo que se trataba de un comandante del arma de Infantería.
Abría el calendario un otoño de ausencias. La vecina de otra calle próxima a mi domicilio, que cuidaba de sus dos hijos, enjugó sus lágrimas ante el texto de una carta de su emigrado marido, quien desde los sangrantes viveros de mano de obra de la construcción en Cataluña le hacía saber de su postración en el hospital a causa de una nefasta caída, cuyas heridas le mantenían inmóvil.
Nunca olvidé los episodios que anteceden. Siempre descubro en ellos la peculiar figura de Bartolomé García Chacón, aquel cartero rural de floridas cejas, palillo de dientes a imitación de un cigarrillo que asomaba entre sus labios bajo un velludo hilo oscuro que apenas alcanzaba la modalidad de bigote Cantinflas. Aquellas vivencias me llevaron a valorar el trabajo peculiar de estos mensajeros que al entregar una correspondencia personal a alguien, y poder observar su gesto de alegría, recibían una de las mayores satisfacciones que puede deparar este oficio, que abandonó la cornamusa para erigirse en un personaje en el que todavía mucha gente se sostiene anímicamente. Y es cierto que la tecnología tiende a sepultar la exclusiva sensación de palpar y acariciar una carta, que cada día son más escasas, pero que no ha logrado adormecer el sentimiento de ilusión que perciben los hijos de la España rural cuando reciben un saludo del cartero o de la cartera. Es como si estos profesionales representarán simbólicamente la intimidad de los renglones u objeto que entregan. A veces estos profesionales son aliados participes de las buenas noticias, y en otras ocasiones excelentes compañeros del dolor e incluso del luto, llegado el caso.
Son muchos los condicionantes que acechan a este oficio de carácter público, son muchos los innumerables intereses que persiguen hacerlo más difícil todavía, cuando no se repara en que la existencia del cartero en las extensas, lejanas e incomunicadas tierras de esta patria llamada España va más allá de alguien que tiene por misión la entrega de objetos. Ellos son receptores de las emociones de sus clientes, alivio de la soledad, lectores de personas mayores cuya capacidad visual está mermada, informantes y orientadores, cuando no han de ser adivinos y descifrar nombres de calles, buzones desperdigados por los campos y hasta la fisonomía de personas. Buen ejemplo de ello es el caso –desvelado por el diario británico “Mirror”- de la carta postal que hace unas semanas recibió Feargal Lynn, un músico norirlandés, en cuyo sobre no constaba su dirección, sino una descripción de él mismo :“Feargal, que vive al otro lado de la calle del Spar, su madre y su padre eran los dueños, su madre era Mary y su padre Joseph, se mudó de Waterfoot después de casarse, toca la guitarra y dirigía discotecas en el salón parroquial y el hotel en los años 80. Sus amigos también dirigen la carnicería en Waterfoot”. Esta información le bastó al cartero para hacer llegar la carta a su destinatario, quien no dudó en aprovechar su caso para felicitar a los funcionarios del servicio británico de correos. Y es que los carteros son algo más que repartidores de cartas.
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