Numerosos ciudadanos andaluces disfrutan hoy del Día de Andalucía, y tal vez hayan aprovechado este puente para reencontrarse con la naturaleza. Esa naturaleza a la que nos asomamos de vez en cuando y nos recibe como si no nos hubiéramos ido nunca. Naturaleza en la montaña, o en el bosque, recorriendo una playa con el aire de frente, o paseando un parque que nos recuerde en qué mes habitamos. Esa naturaleza que siempre tenemos presente y nos comprometemos con ella porque el impacto de su generosidad nos apabulla. Esa naturaleza que, finalmente, conecta con nosotros y nos conecta con la vida. Nadie pone en tela de juicio que pasear por parques, bosques, playas y montañas nos sienta muy bien y, además, el beneficio físico es innegable, al igual que el psicológico.
Pareciera que una UCI interior nos empuja a estar en contacto con la naturaleza, y aunque no sabemos muy bien por qué, pero lo hacemos, respiramos mejor, activamos nuestra energía y nos dejamos llevar por el impacto de la belleza. Es cierto también que el contacto directo con la naturaleza nos puede cambiar de perspectiva e incluso aproximarnos a la meditación, y exponernos a la frustración, a las contradicciones, a que el devenir no siga el orden que nos hubiera gustado o a que el esfuerzo depositado en una determinada acción no obtenga recompensa. Lo he experimentado en diferentes situaciones, en concreto durante el confinamiento, cuando pudimos apreciar la importancia del silencio.
En la actualidad, muy pocas son las ciudades que no se han dotado de ordenanzas y medios legales para combatir el ruido que molesta y desvirtúa el medio ambiente y la naturaleza. Pero estas actuaciones se han orientado, sobre todo, a la parte del día que la generalidad de los humanos dedica al descanso, es decir a la noche. Sin embargo, nadie repara en la otra mitad de la jornada. Es más, somos nosotros quienes atentamos contra el sonido ambiental mediante actitudes y comportamientos muchas veces incomprensibles.
Cuántas personas encontramos por la calle provistas de sus cascos que les aíslan del entorno natural. Cuántos mensajes musicalizados hemos de soportar en tiendas y establecimientos comerciales que contaminan la sonoridad natural del medio. Las calles ya no suenan a calles. Los atentados que contra el sonido natural cometemos a diario penetran las paredes de nuestros habitáculos. Quién no ha reparado en las largas horas de televisión ausente porque nadie le presta atención, pero el ambiente hogareño sí permanece envuelto bajo la atmósfera ruidosa del receptor televisivo, o bajo el soniquete reiterativo de la radio y de cualquier tecnología reproductora.
Sin ser un obseso del silencio, acierto a adivinar cuánta belleza medioambiental perdemos con los hábitos que con demasiada frecuencia nos imponemos. Si algunos de los viandantes camináramos por las calles desprovistos de cascos auditivos, tal vez descubriríamos que también habitan con nosotros diversas variedades de aves, podríamos sentir cómo se escuchan los ladridos de los perros, el maullido de los gatos, o a lo mejor nos sorprendería el tañer de las campanas de alguna torre cercana que nunca habíamos oído. Y si la tele, la radio o cualquier otro instrumento sonoro solo los utilizáramos cuando realmente les prestamos atención sabríamos del valor del sonido de la vida, que es el de la naturaleza y que para muchos semejantes solo es ruido.A veces vivimos tan ajenos a la realidad que no nos damos cuenta de que no sólo nosotros formamos parte de la naturaleza, sino que ella forma parte de nosotros, algo que tal vez sea difícil de comprender cuando, pobres ignorantes, no somos conscientes de que el contacto directo con la naturaleza nos va a permitir conocernos a nosotros mismos.
Y es que, como alguna vez leí a Heráclito, a la naturaleza le gusta esconderse, acaso porque se encuentra dentro de nosotros y porque el ser humano siempre ha estado vinculado con ella a pesar de que el estrés generado por el ritmo vital urbanita provoque la desconexión entre ambos. En tal caso perderemos una irremplazable fuente de salud y de bienestar.
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