Andrés García Ibáñez
22:55 • 24 feb. 2012
El mito está en el origen de toda cultura, entendida ésta como el sentir de un colectivo humano con sus características, creencias y modo de vida. Es también una forma de explicar el mundo y dar respuesta a las grandes preguntas desde el ámbito del sentimiento y no desde la óptica racional. Ello explica, probablemente, su aceptación y eficaz trasmisión en el seno de toda sociedad o civilización. El ser humano es un animal sensible, antes que nada. Y su sentimiento vence siempre a todo argumento lógico y a todo esquema razonado. Los mitos más antiguos son el origen de los grandes fenómenos religiosos, algunos de ellos plenamente vigentes.
Pero la fábula necesita expandirse y afianzarse, conformarse en cultura de un pueblo; para tal fin se vale del símbolo y del rito. El primero simplifica y condensa la esencia del mito en uno o varios elementos o iconos, fácilmente entendibles e identificables por la comunidad; el segundo se encarga de la repetición, perpetuada en el tiempo, del primero. Se crea así la costumbre y la tradición, alimentos necesarios para el equilibrio del individuo, para su autoafirmación o ego, y para sentirse miembro del grupo. Esto es así porque el hombre es criatura gregaria, animal de rebaño en condiciones normales; salvo excepciones, la mediocridad es la tónica dominante en toda sociedad o agrupación. Y toda agrupación necesita de un líder y unas pautas de conducta. El mito y su permanencia mediante las tradiciones –materializadas en rito- es el arma que todo poder establecido (el pastor) emplea para el manejo y control del grupo (el rebaño). De toda mitología se deriva una determinada ideología y una ética para la praxis, más o menos explícita, más o menos subliminal; toda fábula esconde, en el fondo, sofisticados sistemas de control, adoctrinamiento moral y normativas para el uso del pueblo.
Los modernos y aconfesionales estados legislan –desde lo racional- sobre ciertas cuestiones como la violencia de género, la pederastia, el maltrato animal o la tolerancia y libertad religiosa, muchas veces sin percatarse de que el pueblo no cambia por ello su imaginación o mentalidad mítica, sentimental y apasionada. Con frecuencia oímos –incluso de voces de supuesta solvencia intelectual- apasionadas defensas de toda tradición por el mero hecho de serlo o pertenecer al acervo cultural del grupo, como si todo lo que conforma una cultura fuera necesariamente bueno, digno de conservar y compatible con los valores de convivencia de nuevo cuño. El pueblo no piensa con criterios científicos; necesita un líder a su medida que le garantice la continuidad de sus ritos y costumbres. Y un pastor que les haga sentir que todas las fábulas del rebaño siguen siendo ciertas.
Pero la fábula necesita expandirse y afianzarse, conformarse en cultura de un pueblo; para tal fin se vale del símbolo y del rito. El primero simplifica y condensa la esencia del mito en uno o varios elementos o iconos, fácilmente entendibles e identificables por la comunidad; el segundo se encarga de la repetición, perpetuada en el tiempo, del primero. Se crea así la costumbre y la tradición, alimentos necesarios para el equilibrio del individuo, para su autoafirmación o ego, y para sentirse miembro del grupo. Esto es así porque el hombre es criatura gregaria, animal de rebaño en condiciones normales; salvo excepciones, la mediocridad es la tónica dominante en toda sociedad o agrupación. Y toda agrupación necesita de un líder y unas pautas de conducta. El mito y su permanencia mediante las tradiciones –materializadas en rito- es el arma que todo poder establecido (el pastor) emplea para el manejo y control del grupo (el rebaño). De toda mitología se deriva una determinada ideología y una ética para la praxis, más o menos explícita, más o menos subliminal; toda fábula esconde, en el fondo, sofisticados sistemas de control, adoctrinamiento moral y normativas para el uso del pueblo.
Los modernos y aconfesionales estados legislan –desde lo racional- sobre ciertas cuestiones como la violencia de género, la pederastia, el maltrato animal o la tolerancia y libertad religiosa, muchas veces sin percatarse de que el pueblo no cambia por ello su imaginación o mentalidad mítica, sentimental y apasionada. Con frecuencia oímos –incluso de voces de supuesta solvencia intelectual- apasionadas defensas de toda tradición por el mero hecho de serlo o pertenecer al acervo cultural del grupo, como si todo lo que conforma una cultura fuera necesariamente bueno, digno de conservar y compatible con los valores de convivencia de nuevo cuño. El pueblo no piensa con criterios científicos; necesita un líder a su medida que le garantice la continuidad de sus ritos y costumbres. Y un pastor que les haga sentir que todas las fábulas del rebaño siguen siendo ciertas.
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