Ventanas vacías

“Aquello que fuimos, y lo que quisimos y no pudo ser”

José Luis Masegosa
09:00 • 13 jun. 2022

En el primer concierto de la gira de despedida en España de Joan Manuel Serrat, “El vicio de cantar 1965-2020”, el pasado martes, en la plaza de toros de La Condomina, en Murcia, en una de esas oportunas, reflexivas y acertadas envolturas con las que al cantautor barcelonés presenta cada una de sus canciones, en concreto “Recuerdos”, el juglar tiró de una de esas eternas sentencias del legado de Gabriel García Márquez: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.



La cita, no por conocida dejaba de ir al pelo con el argumento de la composición, que como toda canción, con buen criterio de su creador, tiene una música que habla y una letra que canta. Mientras hablaba la música y cantaba la letra, mis ojos escudriñaron en los edificios del entorno donde habitaban algunas ventanas curiosos moradores o pacientes sufridores de los primeros y anómalos calores que la climatología nos ha deparado. Quedé atrapado por el canto de las palabras y seducido por la conversación de la música, y anduve inmerso en algunos pensamientos en torno a las ventanas que en nuestra vida han sido, sin paralelismo exacto con la trama de la película “La ventana indiscreta”.

Me contaron mis recuerdos que no hay dos ventanas iguales, cada una te ofrece un mundo distinto, una historia particular, unos personajes exclusivos, un paisaje único que demudan a medida que el tiempo nos demuda. Hay ventanas que precintó la pandemia. Desde hace meses, tal vez casi años, quedó suspendida la secuencia que en la media noche asomaba a mi ventana a un frágil yayo que no cejaba en su empeño de mantener vivas las ornamentales plantas de sus ventanales.



En los mediodías soleados, el honorable anciano despuntaba hojas, limpiaba tallos y empleaba todas sus energías en suministrar agua y nutrientes a los únicos seres que le hablaban cada día de la vida que habían compartido con su extinta cuidadora y compañera. Aquel pequeño vergel, colgado a mitad del edificio que aún me regala mi ventana, es hoy un páramo de rastrojos vegetales que despiertan a las mismas horas de antaño la perdida y entrañable presencia del anónimo jardinero que ya no irrumpe, regadera en mano, en la empobrecida panorámica tras los cristales que me ocultan. Es la misma vidriera que daba solidez al recuerdo cuando en noches como ésta un amigo creyó soñar tras ella una pasarela de modelos que con su cotidiana actividad convertían el aíre provinciano de mi barrio en exótico viento de gran ciudad.

Las ventanas duermen ahora el día y velan sin pudor las noches. Semanas atrás, como siempre que cambia el tiempo, limpiaron sus legañas y abrieron sus pestañas. En algunas adiviné nuevos rostros, rasgos desconocidos, interesantes protagonistas de vedadas historias con una infinita casuística de argumentos. En otras, sumidas en un prolongado letargo, no tuvimos más opción que apostar por las adivinanzas porque viven su cierre definitivo sin haber tenido previa liquidación de temporada.



Ventanas cerradas que como aquellas casas desiertas de mi memoria también juegan a los fantasmas. Cuántas veces nuestra mirada habladora nos ha interrogado acerca de la otra oculta orilla de los ventanales huérfanos. Cómo habrán sido las vidas albergadas al otro lado de los plegados postigos, en qué forma descansarán sus cortinas, quedarían recogidas o tal vez sean ligeros visillos trasegados por arañas que a capricho de los vientos de las rendijas conformen espectros sin nombre que cohabitan con recuerdos sin rostro.

Al contrario de lo que pudiéramos creer, no son las ventanas clausuradas las que más duelen, impresionan y provocan interrogantes sin respuesta, pero el mayor dolor habita en los espacios que hemos respirado, en las ventanas que han custodiado el amor y donde alguna vez nos despertó el limpio gozo de la contemplación de un amanecer, como esa ventana de la casa de huéspedes de mi pueblo que días atrás encontré con la persiana a media altura, como siempre, con la misma maceta de geranios y las mismas vistas tras los chopos de primera fila, como si la pátina del tiempo no hubiese escrito su indeleble huella.



En lontananza, la silueta de la Sierra de Los Filabres con su icono –la Tetica de Bacares- en titánica aspiración por alcanzar uno de los cielos más limpios del Planeta, segura y merecida morada de quien también pudo contemplar el amanecer. Perviven los paisajes del alma, pero como los recuerdos, suelen ser tristes porque –nadie lo ha definido con tanto tino como Serrat- hijos son del pasado, de aquello que fue y ya no existe, y aunque sobrevive la vidriera de la casa de mi pueblo, ahora es el andamiaje sobre el que solo nos queda construir “aquello que fuimos, y lo que quisimos y no pudo ser”. Esas ventanas abiertas pero vacías son las que más punzadas nos dan. Son las ventanas vacías.






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