Un campesino de Tomelloso

Un campesino de Tomelloso

Andrés García Ibáñez
23:11 • 09 mar. 2012
Alguna vez me ha dicho que no debemos enfadarnos con la vida pues generalmente suele ser muy dura para casi todo el mundo y al mismo tiempo es también maravillosa. Nació en Tomelloso, un pueblo de Ciudad Real, pocos meses antes del estallido de la Guerra Civil, en el seno de una familia de campesinos labradores. Y pese a las durezas, recuerda una infancia feliz y da gracias por ello. Su padre quiso encaminarle para contable, pero la pintura se cruzó en su camino; su tío, el pintor Antonio López Torres, vio cualidades en el niño y convenció al padre para llevarlo a Madrid y cursar Bellas Artes.
Antonio López recuerda con asombro su primer encuentro con la gran ciudad; un deslumbramiento y un miedo que explican en cierta forma su historia personal y el carácter de su pintura urbana. Allí le dejaron solo su padre y su tío, con tan solo trece años, en una pensión de la Puerta del Sol, para que se preparara el examen de ingreso a la facultad (entonces se podían empezar los estudios de Bellas Artes a cualquier edad, siempre que se aprobara el acceso). En Madrid terminó Bellas Artes –con diecinueve años-, se casó, tuvo dos hijas y no ha parado de pintar. En Madrid ha hecho casi toda su obra y ha conseguido todos los laureles imaginables; hoy es el más aclamado pintor español, el más popular, y atesora todos los premios más importantes que el mundo oficial depara a un artista. Su historia es la de un niño del pueblo que llega a la capital buscando la ventura y el porvenir; ella le recibe, monstruosa y grandiosa, con hostilidad e indiferencia abrumadoras. Medio siglo después se puede decir que el hombre la ha conquistado, por esfuerzo y pleno derecho, y la ha hecho suya.
Su pintura es la síntesis de su mundo, de su entorno más inmediato, y una traducción de sus amores e intereses y los sucesos diarios, aparentemente intrascendentes; la familia, la vivienda, la casa y el jardín, la ciudad magnífica y opresiva vista desde arriba y, por supuesto, la continua meditación sobre el arte clásico antiguo para la figura escultórica. Por parafrasear a Julio Alfredo Egea, en él se cumple eso de que “la poesía es el asombro traducido”. Y en su caso, el asombro por las pequeñas cosas de la vida, con sus grandezas y vulgaridades. Su aportación ha consistido en extraer una belleza desconocida e inquietante de aquello que tenía más cerca, en hacer poesía de lo cotidiano.
Dentro de la avalancha mediática que le rodeó con motivo de su muestra en el Thyssen, merece destacarse una aclaración que dirigió a los futuros contempladores y visitantes de su exposición: “Tan solo soy un pintor que enseña lo que hace, como un campesino que vende sus sandías”.






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