Ahora que el verano nos abraza por fin, cuando este julio rodante huele a estío, parece que España se demuda en todas partes con argumentos tan idénticos como razonables, los derivados de la abstinencia vacacional de las dos últimas anualidades. Un razonamiento que de haberlo aplicado décadas atrás nos legitimaría para vivir en vacaciones el resto de nuestras vidas ya que hasta la promulgación de la legislación laboral que propugnaba los periodos de descanso anuales el vocablo vacaciones solo estaba permitido en el ámbito escolar y educativo. Alcanzar la hoja juliana del calendario es como si nos abriesen los chiqueros de la plaza nacional. Ha llegado este julio desazonado a la tórrida arena de la memoria personal que estas calendas escriben con retratos que parecen extraídos del álbum perdido de nuestra infancia cuando el descanso estival era privilegio de unos pocos. Era por Santiago cuando comenzábamos a balbucear, después, una suerte de escapadas de una sola jornada al litoral más a mano. Aquellas vísperas constituían la antesala inquieta de un día de libertad cuyo gozo tenía un alto precio que gustosamente y con no poco sacrificio pagaban nuestras madres, quienes se afanaban en los fogones para elaborar la insustituible tortilla de patatas, los imprescindibles filetes empanados y la ensaladilla, entre otras viandas al uso que al día siguiente degustaríamos, a veces, condimentadas con salados granitos de la arena que nos acogería. A buen seguro que de aquellos veranos cada cual tiene su personal guión. En mi caso, los iniciales desplazamientos transcurrieron a lomo del primer vehículo familiar, un Seat 800 cuyo habitáculo no es que fuera una lata de conserva pero tampoco le sobraban centímetros cúbicos. Aquel turismo de color gris nos permitió cerciorarnos de que más allá de los límites de nuestra existencia había otra vida, y, sobre todo, que la lengua azul que adivinábamos en lontananza durante las mañanas de diáfanos cielos, desde las alturas de la Sierra de las Estancias, correspondía realmente al anhelado Mediterráneo de las costas del Levante almeriense. Aquellos julios no hablaban de inflación, y mucho menos de guerras. Nuestra única guerra era ganar tiempo al tiempo e intentar conseguir un minuto más, una hora más, un día más de “vacaciones”.
Entonces viajábamos. Ahora España se demuda pero ya nadie viaja, aunque la mayoría de los compatriotas se decante por sus vacaciones junto al mar. El péndulo vital, entonces, no se hallaba sometido a la esclavitud de las prisas. La vida gozaba de otro tempo y de otros ritmos. No se concebía un viaje que por corto que fuese no impusiera una mínima parada para repostar, acaso una leve pausa por alguna necesidad fisiológica o la detención del coche para reponer agua fresca en alguna fuente cercana. Ni que decir tiene que aquellos trayectos contemplaban intrínsecos altos por prescripción del motor del coche, pues cuando no era una imprevista subida de la temperatura del agua del radiador era la gotera de un manguito, siempre ocurría algo que obligaba a un estacionamiento involuntario. Las prolongadas jornadas playeras eran muy repetitivas, pero no había día que no nos deparase una titánica lucha contra el viento para dejar en reposo los quitasoles tradicionales y los improvisados tenderetes con los que intentábamos de engañar al sol.
En los ocasos del día, con los atardeceres rojos los regresos eran como el retorno de una noche de fiesta. El cansancio adormecía la conversación y un solo pensamiento ocupaba a los excursionistas: llegar cuanto antes al hogar para aliviar la piel de salmón con la que la desobediente exposición al sol nos había premiado, y echar mano a un algodón con aceite de oliva para frotar hasta la extenuación las caprichosas manchas de alquitrán que habían hecho de nuestros pies la más fiel epidermis de una vaca frisona.
Entonces viajábamos. La secuencia parecen animaciones obtenidas de las fotos del álbum de la infancia perdida. Aquellos estíos eran veranos de idas y venidas a las entonces familiares, íntimas casi, playas de San Juan de los Terreros donde pasábamos la vida entre revolcones de olas y arenas, o en las desérticas playas del Levante donde las peleas con el poniente de la mar abierta vencían la vulnerabilidad de nuestra tierna musculatura. Eran días de calor, la intensa luz que se fundía con el agua nos obligaba a plegar los párpados nuestros asombrados ojos. La moviente alfombra de agua se cubría de diminutas estrellas de plata y para zambullirnos bajo ellas teníamos que superar la arena calcinada y resplandeciente, pues las pasarelas de madera eran un privilegio de otros parajes más desarrollados. Aquellas tonalidades aportaban tanta sensualidad y brisa a la vivencia que olvidábamos el sudor, la sal en las pestañas, el escozor de las enrojecidas espaldas, la arena amasada en el pelo y el cuerpo ardiente.
En la playa virgen de nuestros recuerdos no hay colmenas de hormigón, ni tumbonas, ni vendedores ambulantes, ni duchas, ni chiringuitos. Nuestros sentimientos se dirigen hacia el primer mar, el del charco de luna, el de las caracolas arrulladas sobre las olas, el que se añora y se quiere, el de los entrantes rocosos, el de los colores acuñados en la mente con ímpetu salvaje, el de los juegos con la marea, el de los otros veranos.
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