Le cantan y cantan con ella numerosas voces del mundo. Puede ser tan amada como odiada. Hay quien la equipara con la mujer. Tal vez sea por su geometría y su género. No sé. Pero sí sé que sólo quien la haya acariciado y la haya tenido en sus manos sabrá comprender cuanto cuentan las líneas que prosiguen. Mi primer flirteo con ella fue espontáneo, imprevisto y casi de flechazo. Acababa de salir de una grave enfermedad en mí primera adolescencia. Para hacer más provechoso y entretenido el periodo convaleciente, mi santa madre no tuvo mejor ocurrencia que suscribir un contrato tácito con uno de esos personajes que sólo se encuentran en las novelas costumbristas y en las desaparecidas compañías de revistas. Acatada la idea con muy buen grado, aquella decisión despertó en mí tanta ilusión como afición. Rescatado un manido ejemplar de un sencillo instrumento que, prácticamente, se hallaba en estado de abandono, dado que ya no era utilizado por una de mis hermanas, a quien le había sido regalado por mis progenitores para tratar de sacarle punta, convinimos con el poeta, tocaor y subalterno José Pérez Alonso, “El Tolin”, que me adiestrara en el arte de las seis cuerdas a cambio de que se sentara todos los días en la mesa para compartirla y, además, recibiera el estipendio correspondiente.
Fiel a su compromiso, el generoso “Tolín”, comenzó, sin saberlo, a transmitir sus conocimientos en el arte del rasgueo a un confuso adolescente que, socialmente, había quedado algo aislado. Los nervios, la inquietud y la incertidumbre habitaron en aquellas primeras clases de mi admirado profesor y amigo, a quien siempre le estaré eternamente agradecido, sobre todo porque supo inocular en mi torpe y voluntariosa persona el duende de la música.
Entre la tentación y la inseguridad anduve en aquellos primeros abrazos que “El Tolín” me obligaba dar a la inseparable compañera, mientras era sostenida sobre mis piernas. Ella sobrevive quejosa al implacable calendario cuyas huellas han quedado impregnadas en la madera de su caja y en el diapasón, y vive su tiempo en un desván capitalino, donde comparte estantería con cuadernos, libros documentos y una incontable fauna de objetos que pertenecen a algunos capítulos de mi memoria sentimental. Mi primer maestro del rasgado había bebido en las fuentes de un enseñante que su padre le había buscado ex profeso, pero la vida no fue agradecida y le llevó por derroteros de fantasías e ilusiones tras el fracaso personal de su matrimonio que le había dejado abandonado de mujer y de su única hija. Componía versos como terapia de sus males del alma y se embarcó en la titánica empresa de construir, junto a un amigo de correrías, Antonio García Martínez, una plaza de toros a pico y pala. El proyecto quedó en la oquedad de unos metros en las faldas del orialeño Cerro de la Cruz y en el sueño de una mente dolorida que nunca pudo capear los contratiempos de su existencia. Años después, José Pérez Alonso, “El Tolín”, falleció trágicamente tras ser arrollado por un vehículo cuando montaba la bicicleta que le transportaba desde su trabajo a la localidad de Chirivel. Tenía cuarenta y cuatro años y un baúl de sueños en su cabeza. Sus acordes y arpegios murieron también para siempre.
La desaparición del maestro frustró de alguna manera el aprendizaje de sus conocimientos musicales. Ella siguió acompañándome, pero desde entonces no es la misma. Después llegó una hermana eléctrica, la primera, en la incipiente juventud, y con ella los pinitos en grupo y los primeros bolos en los escenarios de fiestas y celebraciones populares, hasta que a finales del pasado año decidí buscar otra compañera que aliviara mi sed musical. Asesorado por uno de los grandes intérpretes y constructor, Francisco Manuel Díaz, me hice con un ser único de la Casa Ferrer, cuyo fundador, Benito Ferrer, había compartido taller durante algún tiempo con el padre de la guitarra española, nuestro paisano Antonio Torres.
Días atrás rememoré cuanto precede tras quedar embelesado con la interpretación, en su domicilio español, –él reside habitualmente en California- , del Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo, por el más importante intérprete de guitarra española del mundo, el malagueño Pepe Romero, considerado el guitarrista más relevante desde Andrés Segovia. A sus setenta y ocho años, este mago de las cuerdas no ha dejado de hablar a sus guitarras desde que tenía siete años, cuando actuó por vez primera junto a su padre, Celedonio Romero, en el teatro Lope de Vega, de Sevilla. Pepe Romero no recuerda un solo día de su vida sin el sonido de la guitarra, con cuyos acordes le recibió su padre cuando lo paría su progenitora, por lo que él no pudo evitar despedir a su padre de este mundo de igual forma. Autor de numerosas obras de los mejores compositores del pasado siglo y del actual, Pepe Romero tiene nombre de guitarra porque para él ésta es muy generosa cuando se siente querida, y es que cómo afirma el mejor embajador de este instrumento, la guitarra es un ser viviente que enamora y que embruja, es una diosa que te atrapa y te cautiva. Es la guitarra española.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/241324/la-diosa-de-las-cuerdas