Las páginas del calendario cerraron ayer el mes de julio sin pena ni gloria, con las particulares impresiones que proporciona la apertura de un verano más. De no ser por la distinción de signos numéricos y la reiteración de hábitos sociales ayer puede ser hoy, y viceversa. Sin embargo, el tiempo no es ajeno al color de los días ni a los modos y recursos con los que se afrontan. Agosto está aquí. El trasiego de personas y vehículos conforman la tónica de estas jornadas que hablan de escenarios desconocidos, de paisajes nuevos y de personas que se reencuentran. Unos se van y otros vuelven, aunque no sea por Navidad.
El regreso estival siempre lo he considerado como un viaje a los paisajes de interior, a los recuerdos perpetuos con los que he intentado, sin éxito, retener el devenir del almanaque. Esas estampas de juegos inventados en los adelantos del huerto familiar; las caminatas desde el alfa de la niñez por senderos pedregosos que nos trasladaban a las fuentes ocultas, bajo zarzas, por las que corría el agua en la que se zambullían los pájaros que intentábamos apresar para después indultar. Las meriendas nos llevaban transportados, en aguaderas, sobre las albardas de una nana marrón que siempre guiaba la fiel mano de María del Carmen a alguno de esos manantiales en los que su agua abría el apetito y sanaba los males de la edad.
Lo he dicho en más de una ocasión: Agosto es la miel del verano, el néctar de la infancia que alimenta la vida añorada de cada cual, la que quisimos tener pero se quedó en el trampolín del sueño. Son los recuerdos de las ausencias, las privaciones o pérdidas de alguien o algo muy querido los que nos llevan a morder el cogollo del estío. Sensaciones y sentimientos que con la llegada de estas calendas dejan acuñadas las inevitables añoranzas que a cada cual tocan. Son como el tesoro soñado que nunca llegamos a encontrar, a pesar de haberlo rozado. En mi caso, el más insignificante, la evocación comparte la tierra y el agua, tal vez porque me nacieron en un paraje de sierra que es atalaya del mar Mediterráneo. Crecí en el entorno rural de un perdido pueblo del norte almeriense y ahora sobrevivo en la rutina de una suerte de mudanza en la que que siempre me he sentido forastero. La memoria me arrastra cada verano a la sombra de las acacias del caserío de la Fuente Jerónimo, junto a la generosa morera que tiñe de sangre las manos con su preciado fruto. Los oídos guardan el ajetreo de la tierra que se fragmenta con el paso imbatible del arado y el silencio misterioso del pozo con fondo de celofán que se esparce en incontables ondas cuando el cubo de latón recoge el agua para abrevar al ganado o saciar nuestra sed.
La piel no ha perdido el tacto único de las acequias frías que cruzan los bancales de la huerta con rumores verdes, en cuyas riberas pasamos el bochorno de la tarde tejiendo borricos y aguaderas de amor de hortelano. Cuando el alba apenas ha despuntado despierto con el canto de un gallo, y a veces sueño que soy un hombre de campo, de aquellos campos, y añoro cuanto me falta. Cuestiono vivir una vida que no deseo en vez de la vida querida que sueño.
La remembranza nos ha conducido siempre en estos viajes reiterados que tan necesarios son para no perder la ubicación de nuestros orígenes ni las razones de nuestro corazón. Aunque el paisaje esté mermado de vidas y las casas se encuentren menos habitadas, aunque el silencio se haga mayor en las tardes tediosas en las que ya no se oyen los ecos de los jugadores cuando cantaban las cuarenta en bastos sobre los añejos veladores de alguna taberna o del último casino, el de Luis de Haro, aunque no salvemos la calima de mediodía en los temerarios baños de las albercas, aunque las noches sean más raquíticas y los corrillos al fresco de las puertas hayan perdido adeptos, aunque muchas tertulias hayan sucumbido al entretenimiento de los seriales, aunque la globalización haya robado, en parte, las relaciones interpersonales, a pesar de todo hay que volver.
Hay que volver. Como volvemos aun cuando sabemos del dolor del alma ante la falta de abrazos y besos tan nuestros. Hay que volver aun cuando nos hiera otro dolor más, el de las ausencias. Sabemos que nuestro regreso supone un paseo inevitable por la arboleda de los sueños desvanecidos, como la arboleda perdida de Rafael Alberti, un recorrido ineludible por las sendas de los recuerdos, una fotografía en sepia de nuestra vida. Siempre volvemos en estío a esa habitación interior que para cada cual tiene un nombre propio. Siempre volvemos, de un verano a otro, a reencontrarnos con la vida en sepia
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