Se ve y se oye en toda la provincia. Las fiestas patronales y las ferias de nuestra geografía han abierto el tarro de sus encantos, tanto tiempo ausentes, y la ciudadanía acude en tropel. Muchos son los actores de las celebraciones que nos asisten, cuyo paisaje es colorista y variopinto. Y no pocos los protagonistas de estas jornadas que con tanta intensidad se viven como fugaces se pasan. En ese paisaje de humanidad festiva, el observador adivina entre la algarabía callejera a quienes -con paso ligero y constante, como quien se siente apremiado por la pérdida de un tren o de una cita decisiva- a media mañana se dejan entrever por las calles de los recintos feriales, y cada tarde, a esa hora intermedia del ecuador vespertino, los buhoneros de la feria acuden prestos al escenario de luces en donde ofrecen su múltiple y atractiva mercancía.
Estos vendedores de ilusiones exhiben en sus abigarrados carrillos una amplia y multicolor batería de productos que activan las pupilas a velocidad de vértigo. Globos animados con precisión, trompetas e instrumentos ensordecedores y una interminable relación de sueños plastificados que discurren a diario en un viaje de ida a vuelta para colmar ilusiones y, de paso, para ayudar a sobrevivir a estos nómadas comerciantes de fiestas patronales. Conforman parte imprescindible de esa orografía de los reales de feria, en donde el mestizaje se hace presente. En mi pueblo dicen –ya lo he referido alguna vez- que cuando la luna copa el firmamento festivo se canturrea el misterioso pregón de un buhonero que vende gafas mágicas para ciegos, que ven paisajes oscuros pero ciertos, recetas para obesos y un ungüento especial para viejos, que canta y cuenta la banda “Pesadilla Electrónica”.
En estos días de trasiego agosteño, cuando el verano se recrea en su cenit, los obreros de sueños y los fabricantes de sonrisas levantan sus chirimbolos, embalan sus artilugios y reinician su camino solitario y triste por donde el sendero los lleva. Casi siempre a otra feria, a otra plaza donde se concentren los vecinos para admirar sus prodigios, disfrutar sus burlas o sonreír sus ocurrencias. Estos trashumantes de la ilusión tuvieron en sus orígenes funciones y cometidos de alta relevancia. Supieron cubrir con imaginación y habilidad el vacío informativo del momento: Escuchaban relatos e historias que después adaptaban a la representación de sus fantoches para hacerlos llegar a las gentes y facilitarles de esta guisa la información sobre los mismos que de otra manera no podían obtener.
Bajo la advocación de San Simeón el Salo, las generaciones de guiñol han llevado los espectáculos de “Gorgoritos” a todos los rincones de nuestro mapa físico para arrancar sonrisas de los talantes más ásperos. Siempre he sentido atracción por el mundo de los ensueños y sus habitantes, y estos días de fiesta me recuerdan las divertidas sesiones de polichinelas de nuestros pueblos. Actuaciones en las que el talentoso artista sorprendía al respetable con el soplo mágico para hacer brotar monedas en recipientes y bolsas vacíos que, instantes antes, el público había palpado con sus manos. Escenarios de calles y plazas donde los artistas solicitaban a la concurrencia la presencia espontánea de un jumento para, al punto, mostrar a algún atrevido voluntario mágicos espejos en los que el avispado espectador constataba, estupefacto, su rostro peregrino convertido en hermano del pollino. El acontecimiento se apoderaba de una suerte de rechifla de los demás asistentes.
En esa fauna humana de las feria destacan los niños, usuarios privilegiados de los tiovivos con caballitos giradores que nos hacen ser los niños que siempre fuimos, pues en el archivo de la estampa propia que cada uno de nosotros guarda en algún rincón perdido de los ayeres siempre encontraremos el caballito del tiovivo que en su lento galope era acompañado por una risa de cascabeles, o el de cartón que, aún adultos, nos convirtió en improvisados jinetes y nos hizo cabalgar sobre la sombra del tiempo y reencontrarnos con la magia de un sueño en nuestra patria de la infancia. Porque al igual que el poeta Manuel Mantero se encontró a sí mismo en el espejo de su poema “Caseta de los niños perdidos”-…esperando la llegada/de los padres. Hay un niño/retirado, silencioso,/de ojos claros que me miran/fijamente, y yo lo miro./No es un niño, es un espejo-, nosotros nos encontramos cada año en el espejo de nuestra feria, la feria de los niños.
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