De feria con Melquíades

Los secretarios de las tómbolas son como el Melquíades de Macondo

La Voz
09:00 • 26 ago. 2022

Melquíades iba a Macondo en marzo en aquellos primeros años del joven poblado, cuando emergía junto a la ciénaga, al que llegaron los soñadores para forjar una civilización prodigiosa. Que eran los años del asombro. Pero Melquíades, el de los pergaminos, no se fue nunca, que ni la muerte pudo con él. A José Arcadio Buendía no le importaba vender sus ahorros para comprarle lo que fuera a aquel esotérico y pintoresco personaje itinerante. Que si un catalejo, que si una dentadura, que si una lupa, que si un imán. El Buendía utópico sabía que Melquíades era la ciencia en persona y por eso se volvía loco comprando alfombras voladoras o bolas de cristal para el dolor de cabeza. 



Pues aquel tipo extravagante, nómada, sabio, medio brujo, casi profético, de barba montaraz y pocos dientes, aquel caballero de sombrero de ala y chaleco con pátina verde, no era más que algunos de los melquíades -sueño ilusorio de todas las infancias- que agitan las noches de feria de mi querida Almería. Que sí, que aunque de día duermen y se desperezan tarde y casi pierden el arcano de los hechiceros o de los cuasi nigromantes, de noche eran y son los mejores embaucadores, una especie de taumaturgos maravillosos que seducían -y seducen- a criaturas miles como si no hubiera un mañana. 



Sí. Los secretarios de las tómbolas son como el Melquíades de Macondo. O mejores. Quiénes, si no, eran capaces de poner de moda a una muñeca horrible, de pelo rosa o azul o verde, como la Chochona. Que sí, que sonaba la música, se hacía el silencio y alguien soltaba: “Y toca otra chochona, qué guapa es la chochona, yo quiero una chochona. Secretario, otra chochona para la niña”. Y la niña cogía la muñeca. Y la abrazaba tan contenta. Y mientras eso pasaba, la vida seguía girando en torno a la barra de la tómbola. Quiénes, si no, tenían redaños para, micrófono en mano, atraer a la masa enfervorecida con aquel soniquete que repetían como una fórmula mágica de laboratorio: “Qué alegría, qué alboroto, otro perrito piloto”. 



Cuando querían llamar la atención de las mujeres y desatar no pocos cabreos, claro, proferían aquello tan ochentero y machista  de: “Vamos, señora, que tiene pinta de necesitar una plancha”. No eran rimas machadianas, no, pero, aunque asonantes, se guardaban en la memoria como las canciones de Camela o de Los Chichos que, de fondo, sonaban en los altavoces vocingleros de los coches de choque o en el pulpo. “Que se me los llevan, que se me los acaban”, decía el tombolero, con semblante gracioso. La tesorera, que casi siempre era una chica joven que se perdía en la trastienda de los cacharros y aparecía para recontar el dinero, sonreía al secretario, que bajaba los muñecos con destreza en el sutil momento en que un padre abrazaba a su crío con la papeleta en la mano. A veces no tocaba la chochona, “tan buena y elegante”, y lo que nos llevábamos era un peluche o un payaso, feos como ellos solos -aunque con su toque noble y misterioso-, de tal suerte que tocaba pasear las conquistas por el ferial con no poco orgullo. Al fin y al cabo, “siempre toca, siempre toca; si no es un pito, es una pelota”. 



Para Melquíades, los que inventaron el laberinto de espejos. Aquella ilusión de cristales distorsionados y reflejos alucinantes que nos impedía reconocer el espacio y que, en medio de la intriga, nos desorientaba tanto como nos cabreaba, sobre todo cuando veíamos nuestro cuerpo deformado, con brazos de metro y medio, y al lado observábamos la esbelta figura de una bella mujer. Mujer que, tal vez, nunca se había subido a la casa. 



Lo de reventar globos y llevarse un premio fácil delante de la novia era una provocación. Pero ahí también había algún Melquíades que desafilaba los dardos e incluso el centro de gravedad se desplazaba. Era algo así como el juego del basquetbol, que ni Epi ni Audio Norris hubieran sido merecedores de ganar siempre. La pelota parecía endemoniada de lo que rebotaba y el diámetro de la canasta era tan pequeño como el de la pelota. Eso por no hablar de los Melquíades que inventaron la dichosa urna de cristal de las pinzas automáticas. Qué bien se ven los osos de colores al otro lado, pero solo eso: el gancho tiene poca fuerza y, como sabe mucho el gancho y sabe mucho el dueño, hasta que no lleva buena recaudación, no gana músculo. Pero, sin duda, donde más se aprecia la mano de Melquíades es en la casetas de tiro al blanco con escopeta. Las que iban con palillos tenían más gracia porque se ganaban cosas útiles: que si un encendedor o un puro famélico. A veces era mejor que disparara el amigo que iba con dos cervezas de más. Total, no lo pensaba demasiado y corría de su cuenta el acertar. Y a veces lo hacía. Y se fumaba el puro. Y luego había que llevarlo a la caseta del 061. 



Más angelical es el Melquíades de los patos. Siempre toca, siempre toca. Lo de los puntos en el culo del pato era fascinante. Que son doscientos puntos, papá, que los he contado. Ya, pero hemos pagado diez duros y eso es lo que hay. Toma la pistola de pistones y vamos al puesto de los gofres, sentenciaba el padre. Luego el padre pasaba por el puesto de las carreras de camellos porque decía que le gustaban mucho los cánticos del narrador, que parecía un locutor de Twich desde el sofá de su casa. 



Avanti tuti, a tuti jorobi, comienza la carrera, a ver quién se la lleva. 


Pues eso. Viva la Feria de la Virgen del Mar.


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