Enrique Arias Vega
23:45 • 08 abr. 2012
Acaba de dimitir el presidente húngaro, Pal Schmitt, por haber plagiado su tesis doctoral. Hace unos meses dimitió el ministro de defensa alemán, barón de Gutenberg, por la misma causa.
Aquí, en cambio, el plagio debemos considerarlo simplemente como una más de las bellas artes. Lo han practicado, pública y notoriamente, desde la escritora Lucía Etxebarría al psicólogo Jorge Bucay, pasando por la presentadora televisiva Ana Rosa Quintana y muchos otros. Y ninguno de ellos ha visto perjudicada su exitosa carrera profesional por tan nimio motivo.
Ya ven qué distinto comportamiento el de unas sociedades y otras. Es más, desde el sinvergüenza Luis Roldán, hace ya treinta años, hasta hoy, docenas de políticos españoles se han inventado apabullantes y sonoras biografías sin que nadie les haya mandado a casa o, simplemente, se haya escandalizado por ello.
En el fondo, las mismas conductas que en países con otros códigos morales se reputan como delitos aquí nos las tomamos a cachondeo y hasta admiramos muchas veces a sus autores.
Por eso —y de verdad que lo siento—, se han equivocado muy mucho aquellos políticos que en España han hecho bandera de la lucha contra la corrupción. Su batacazo electoral ha sido clamoroso, tanto el del valenciano Jorge Alarte, centrado únicamente en su guerra contra el caso Gürtel, o el Javier Arenas denunciando un día sí y otro también los falsos EREs en Andalucía.
Y es que, nos guste o nos desagrade, aún somos un país de pícaros y trapisondistas, más parecido a la corte de los milagros de Valle-Inclán, que a una sociedad solidaria, equitativa y justa.
Aquí, en cambio, el plagio debemos considerarlo simplemente como una más de las bellas artes. Lo han practicado, pública y notoriamente, desde la escritora Lucía Etxebarría al psicólogo Jorge Bucay, pasando por la presentadora televisiva Ana Rosa Quintana y muchos otros. Y ninguno de ellos ha visto perjudicada su exitosa carrera profesional por tan nimio motivo.
Ya ven qué distinto comportamiento el de unas sociedades y otras. Es más, desde el sinvergüenza Luis Roldán, hace ya treinta años, hasta hoy, docenas de políticos españoles se han inventado apabullantes y sonoras biografías sin que nadie les haya mandado a casa o, simplemente, se haya escandalizado por ello.
En el fondo, las mismas conductas que en países con otros códigos morales se reputan como delitos aquí nos las tomamos a cachondeo y hasta admiramos muchas veces a sus autores.
Por eso —y de verdad que lo siento—, se han equivocado muy mucho aquellos políticos que en España han hecho bandera de la lucha contra la corrupción. Su batacazo electoral ha sido clamoroso, tanto el del valenciano Jorge Alarte, centrado únicamente en su guerra contra el caso Gürtel, o el Javier Arenas denunciando un día sí y otro también los falsos EREs en Andalucía.
Y es que, nos guste o nos desagrade, aún somos un país de pícaros y trapisondistas, más parecido a la corte de los milagros de Valle-Inclán, que a una sociedad solidaria, equitativa y justa.
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