Entré en el Bahía y no había nadie. Eran las tres y media de la tarde y parecía que todo el mundo se había ido a la playa, sin embargo, yo me senté en un taburete en la esquina de la barra y me pedí un Sulayr con un cubito de hielo.
Iba totalmente decidida, y de tapa una de gallo pedro y otra de aguja. Hubiera repetido otro Sulayr, pero los camareros querían cerrar y me lo impidieron.
Después de esa gran desilusión no me atrevía a encerrarme tan pronto y le di una vuelta a la Plaza Vieja caminando por la sombra del claustro que la rodea. Antes le hice una foto estupenda, pasaban de las cuatro y la plaza estaba desierta, ni un alma la cruzaba, solo el monumento y las palmeras permanecían erguidas.
Luego fui a una sucursal de helados italianos que hay en la esquina de la calle Las Tiendas con la de Hernán Cortés, y allí saboreé una tarrina normal de helados de fruta de la pasión con mango y yogur. Eso sí que lo disfruté tranquilamente.
Entonces llegué a mi habitación y en la hora de la siesta me acabé de leer “La chica de Kyushu”, otra fascinante novela negra de Matsumoto. En seguida me embargó una sensación de desamparo, primero, por la orfandad que me produce siempre que acabo un libro y segundo, por el desasosiego del final: la venganza, esa injusticia encadenada en el tiempo.
Con un sabor agridulce, me compré una entrada para ir por la noche a un concierto de la banda de rock alternativo Valenlao, en un formato especial para la terraza de La Guajira, a base de guitarra y voz, pero la realidad fue que la voz del cantante no se oía a través del micro, estaba distorsionada, y no se entendía nada, a pesar de que sus letras fueran interesantes.
Menos mal que me dejé acompañar por una copa de Rueda con un cubito de hielo. Otro Blanco París, como dice Candela Peña.
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