La principal arma de destrucción masiva del populismo frente a la inteligencia es la propuesta de soluciones fáciles para solventar problemas complejos. Se hunde el mundo y la solución es “rezar un avemaría”; se desploma la economía mundial y el remedio es “tomar el cielo por asalto”; la Dana lleva la muerte y el dolor a centenares de miles de personas y la solución la reducimos en seis palabras: “Solo el pueblo salva al pueblo”. Mentiras. Los profetas y los ayatolás siempre encuentran en la magia de la consigna investida de palabras la solución a todos los males.
El peronismo lo vio claro en sus inicios y así se lo confesó a Gore Vidal el general que dio nombre a este movimiento. “Si te encuentras con una manifestación de protesta, no te preocupes -le dijo Juan Domingo al escritor americano-, lo único que tienes que hacer es ponerte al frente. En su indignación, los manifestantes solo expresan su ira, pero no saben dónde van. S tú te sitúas en la cabeza de la manifestación, la marcha acabará donde tú quieras llevarla”.
Ha pasado más de medio siglo de aquella cínica confesión y su acierto no solo ha permanecido, sino que se ha acrecentado. En una ecuación racionalmente desalentadora, el aumento de la estupidez es directamente proporcional a la disminución de la inteligencia.
En nuestro país ya comenzamos a percibir el éxito de las consignas simples con la irrupción de Podemos. Iglesias y Errejón estuvieron acertados en el diagnóstico denunciando las soluciones dadas por el gobierno a aquella crisis y que solo conseguían hacer a los ricos más ricos y a los pobres más pobres, pero cuando llegó la hora de la verdad, acabaron en el extravío. Llamar a tomar el cielo por asalto es una proclama mística acompañada por el canto de un coro de ángeles. Pero para gestionar un país, para hacer mejor el espacio público que compartimos, es imprescindible bajar al barro siempre incómodo de gestionar la realidad y navegar en la frustración de las contradicciones.
Más de una década después, la simplificadora eficacia de las consignas vacías ha vuelto a situarse en primera línea de combate. La antipolítica que propugna la extrema derecha ha coincidido en situar el “Solo el pueblo salva al pueblo” en el imaginario lleno de desesperanza de una parte de la ciudadanía.
La imagen de decenas de miles de voluntarios aportando el inmenso caudal de su solidaridad es una realidad que conmueve y reconforta. Para un ser humano nada de lo que suceda a otro puede resultarle ajeno. El ejemplo de estos días es admirable.
Pero esta realidad no debe dejar paso a que algunos, siguiendo la estrategia cínica del general argentino, encabecen la manifestación y pretendan llevar el elogiable trabajo de los voluntarios al fango de la manipulación.
El ‘Solo el pueblo salva al pueblo’ es una frase bella. Pero el pueblo no son solo los voluntarios que se han dejado la piel y el alma en socorrer a sus vecinos. Pueblo son también los legionarios que no han parado de trabajar desde que llegaron a Valencia desde Viator; son los miles de militares, policías, y guardias civiles; los médicos, las enfermeras, los psicólogos y siquiatras; los trabajadores de las empresas movilizados por
Adif; los funcionarios de todas las administraciones que tramitan ayudas; los políticos que toman decisiones en sus ámbitos de actuación. Un conglomerado de hombres y mujeres que son la verdadera arquitectura del Estado y que, cuando se apaguen los focos de las televisiones y en las portadas de los medios otros argumentos informativos ocupen el espacio que ahora protagoniza la tragedia de Valencia, será esa vertebración del Estado, construida sobre los impuestos, no lo olviden, la que continuará allí durante años. Los voluntarios son imprescindibles. Vitales en los primeros momentos. Pero esa solidaridad, por su propia naturaleza, tiene la luminosidad admirable de la llama espontaánea, pero lo que construirá y reconstruirá el paisaje desolado que ha dejado el apocalipsis sufrido serás las brasas vertebradas que componen las diferentes administraciones y organismos que componen el Estado. Esas sí continuarán ahí cuando se apaguen los focos y la emotividad de la tormenta acabe en las aguas tranquilas del silencio.
España no es una palabra y una bandera. O mejor: no es solo una palabra y una bandera. Es mucho más. Son los millones de españoles que construyen cada día el país del que tan orgullosos nos sentimos. Los predicadores de la antipolítica pretenden, desde sus púlpitos mediáticos, alejar a los ciudadanos de la Política. Caer en su trampa sería un error suicida.
La belleza de las palabras puede emocionar o manipular, pero no encierran, porque tampoco es su misión, la capacidad de reconstruir la vida, las calles, las casas y las plazas de un paisaje devastado. Expresan la ira justificada de quien se ha sentido desamparado, consuelan y confortan el alma, denuncian los errores que provocaron el horror, pero no reconstruyen los puentes, levantan las casas derruidas o socorren la miseria y la derrota inesperada.si
Nunca lo sabremos ya, pero el todavía president Mazón no hubiera hecho caso a sus socios negacionistas y no hubiera suprimido la Unidad Valenciana de Emergencias, a lo mejor no estaríamos lamentando tanto dolor y tanto horror.
El populismo que niega el cambio climático también mata. No lo olviden nunca.
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