Sevilla tenía que ser. Los socialistas no podrían haber elegido ningún lugar mejor que la ciudad del Tenorio para la puesta en escena que es siempre un congreso de partido. La teatralización de un premeditado estado de ánimo es el instrumento que la dirección de los partidos utiliza para transmitir los objetivos que pretenden alcanzar. El congreso del PSOE del pasado fin de semana no solo no fue una excepción en el registro histórico de intencionadas apariencias que definen estas representaciones, también alcanzó con éxito las metas que los organizadores pretendían. Sánchez navegó sobre las aguas turbulentas que le acosan sin respiro desde los carriles judiciales y mediáticos de la M30 madrileña y lo hizo siguiendo la doctrina que predicaba el cardenal Mazarino para sobrevivir a los incendios políticos y religiosos: simular y disimular.
El líder del PSOE llegó a la representación sevillana en medio de la incerteza asfixiante que provocaba la declaración de su ya dimitido secretario general de Madrid ante el Supremo. Uno sabe cómo entra en un juzgado, pero nunca cómo va a salir. Una duda que se reviste de más inquietud cuando el frente judicial -o, al menos, una parte del frente judicial-, lleva meses situado (con razón o sin ella, ya lo decidirán otros jueces) en posición de combate.
Bajo el agobiante desasosiego de esa y otras sombras llegaron los delegados socialistas a la inmensa nave del Palacio de Congresos sevillano y solo desde la negación de la realidad puede negarse que su salida fue más placentera que su llegada. Las tres jornadas habían transcurrido con la burocrática normalidad de una cita multitudinaria en la que todo está decidido de antemano y en la que no hubo espacio alguno para los sobresaltos. Hasta Page sucumbió.
Desde la puesta en práctica de las primarias los partidos llegan a sus congresos o en el psicodrama de la guerra interna o en la exaltación del cesarismo. El PP celebró su último congreso en medio del olor a pólvora por los disparos entre Cospedal, Sáez de Santamaria y Casado, un olor que todavía no se ha disipado, aunque ahora los que disparan un día si y otro también son los seguidores de Ayuso, para disgusto y debilitamiento de Feijoo y su capacidad de liderazgo.
El cesarismo del fin de semana pasado es indiscutible. Por indisimulable y por indisimulado. La exaltación de Pedro Sánchez es tan evidente que no hubo en los tres días ni un solo gesto que disminuyera ese perfil. Hasta Page venció la tentación de representar el verso suelto con el que tanto complace a la derecha y en el que tan cómodo se siente. Con un discurso medido, el líder socialista dijo lo que quiso decir con palabras y con silencios. Con las primeras dibujó un paisaje lleno de optimismo basado en el crecimiento de la economía, la disminución del paro, las políticas medioambientales, el prestigio en Europa o el liderazgo en sostenibilidad social. Con los silencios premeditados eludió los presuntos casos de corrupción que imputan a miembros destacados de su gobierno, de su partido y de su entorno- cualquier cosa que hubiera dicho hubiese sido el titular que resumiría el congreso-, evitó avalar a ningún candidato ante los liderazgos región ales que se avecinan y redujo sus críticas al PP a la mínima exigencia del guion. Sanchez quería “vender” dos conceptos: la nueva empresa publica de vivienda y su decidida voluntad de resistir, sea cual sea el vendaval que se avecine. Los titulares y las crónicas de televisión (los airados francotiradores a favor o en contra de las redes sociales son otra cosa) demostraron que había impuesto sus objetivos. Y es que a veces, para ganar el relato, los silencios son más importantes que las palabras.
Y uno de esos silencios más sonoros fue el que rodeó el futuro de Juan Espadas al frente de la potentísima y decisiva organización del partido en Andalucía. Con otro premeditado silencio, Espadas se quedó esperando que Sánchez desenvainara un gesto que nunca llegó. El agradecimiento por la hospitalidad andaluza, y solo el agradecimiento, es un mensaje que muchos entendieron. El nombre del jienense Juan Francisco Serrano comienza a sonar cada vez con más fuerza entre los dirigentes socialistas andaluces. Si Sanchez no levanta el pulgar en las próximas semanas y deja vía libre a la militancia la sonoridad de ese silencio llegará a las agrupaciones locales en forma de “ha llegado la hora del cambio”.
Lo que no cambia es el PSOE almeriense. Para qué lo van a hacer, si las “familias” de la capital están tan acomodados en la oposición que pensar solo en que pueden llegar algún día al poder les da pánico.
La propuesta por la dirección provincial de Anabel Mateos para la ejecutiva nacional obedece a criterios de lógica interna. Lo que no es entendible es que Indalecio Gutierrez, el hacedor de todas las estrategias que han convertido el PSOE de la capital en un esperpento de partido ocupe un puesto en el comité federal y el secretario provincial haya quedado excluido a la espera de que el coche escoba del congreso regional lo recoja. Alguna razón tiene que haber, pero pensarla solo puede producir sonrojo o risa. El primero porque es un insulto a la inteligencia; la segunda porque algunos han alcanzado ya el rincón del ridículo.
Y a la vista de lo visto ¿se atreve alguien a decir quién manda en el PSOE de Almería?
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