Una gran parte de españoles ha pasado de ser europeístas convencidos a poner en cuestión todo lo que viene de la UE.
En los años gozosos de bonanza económica sólo había loas a las disposiciones comunitarias. De Europa recibíamos un montón de dinero vía fondos URBAN, FEDER, PAC y otras siglas que maldito lo que nos importaba su significado. Se trataba de buena pasta que ni siquiera se usaba para los fines para los que se concedía, sino para salir de pobres y vivir como Dios.
Fueron años espléndidos en los que muchos agricultores aparecieron conduciendo BMW y Mercedes, en lugar de invertir las subvenciones en modernizar sus explotaciones agrarias.
Si nosotros estábamos encantados con los europeos, éstos también parecían orgullosos de nosotros. Se hablaba del milagro español y, en lo personal, recuerdo la visita a media docena de periódicos franceses donde mis colegas apreciaban con admiración y hasta envidia los logros de España.
Pero, ¡ay!, dejamos de ser los más pobres de la Comunidad para tener que ayudar también nosotros a los nuevos y menesterosos países que se incorporaban a la Unión. ¿Y dónde estaba entonces el dinero que deberíamos haber invertido en nuestro desarrollo y no sólo en un desbocado consumo público y privado?
Aquellos polvos trajeron estos lodos. Ahora Europa ha fruncido el ceño y todo son reproches y exigencias ante cada euro que nos presta. Y, claro, la UE empieza a caernos mal.
Por otra parte, nosotros tampoco somos ya a sus ojos aquellos tipos simpáticos, siempre de juerga y cachondeo, sino unos irresponsables que gastan alegremente su dinero.
Hablamos de la misma Europa de antes. Pero todo ha cambiado y no precisamente por culpa ajena.
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