Rodajas de coco y nubes de algodón con sabor a fresa, vainilla, canela, guayaba o banana, vendía Claudia Salvatierra, mi madre, en las verbenas de los barrios de Lima, mientras mis hermanos y yo dormíamos sobre una manta en el suelo o íbamos de un lado para otro viendo los cacharritos de los feriantes. Nos quedábamos con la boca abierta, mirando con envidia a los niños, nosotros nunca subimos, pues la plata que ganaba mamá daba lo justo para quitarnos el hambre.
Un día mi primo Edelmiro, que trabajaba en los cochecitos de choque nos dejó montarnos gratis, me golpearon tantas veces que perdí las ganas para siempre. Cuando llegué a España quien iba a pensar que volvería a las ferias y a la vida perra de la gente errante, mamá había pagado con sus ahorros de toda la vida mis estudios de Secretariado de Administración y Contabilidad, pero sólo encontré ocupación limpiando casas y cuidando ancianos las veinticuatro horas.
Mis amigas Olvido y Rosario Ortuño, habían librado también aquella noche, insistieron para que las acompañara a la feria, yo no quería pues sentía tristeza y acudían los recuerdos amargos de mi vida en Lima, de nuestra pobreza trasnochadora y del sueño escaso entre tanto ruido. Ellas no tenían miedo, igual montaban en la montaña rusa, la barca vikinga y el pulpo asesino y yo esperaba a que terminaran, pues tenía angustias nada más mirarlas y oírlas gritar, sólo acepté subir al tren de la bruja.
Hasta tuve vergüenza que alguien pudiera reconocerme subida aquel trenecito de juguete. Un hombre con una careta de gorila nos golpeaba cada vez que salíamos del túnel con una escoba y si lográbamos quitarle el globo que sujetaba en la otra mano, teníamos un viaje gratis. Una de las veces restregó aquella escoba sucia por toda mi cara y tuve rabia, la próxima vez juré que no lo haría.
Cuando lo intentó una vez más le arranqué con toda mis fuerzas la escoba y el globo, y el muchacho que no esperaba mi reacción ni aquella furia, cayó sobre el rail y el tren que parecía inofensivo se convirtió en un verdugo que le arrancó su brazo de cuajo. Estuve desconsolada varios días hasta que decidí ir a visitarlo al Hospital, yo llevé chocolatinas de las más caras, él había perdido su brazo izquierdo y no me hizo un solo reproche.
Me habló de su vida y de los todos los lugares y las ferias en la que había estado, de las ideas que tenía para mejorar el tren de la bruja de su papá y entre bombón y bombón nos fuimos enamorando. Éramos tan felices aquellos días qué a llegué a pensar que yo me acordaba más de su brazo que él.
Ahora Blas, mi marido, sólo lleva un globo ya no puede llevar la escoba y ha tenido la ocurrencia de quitarse el disfraz de gorila y ponerse una máscara con la cara de los políticos, como ese señor que se llama Mariano Rajoy y otro que le dicen Montoro.
Yo le digo que eso no está bien, que la política no esa para gente como nosotros, pero el siempre responde que ya ha perdido un brazo y que más puede perder.
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