Los políticos han de servir para entendernos, para evitar guerras y garantizar derechos. Me jode que los políticos metan cizaña en este país tan magnífico, cruel, terrible y entrañable".
La lucidez que destilan estas palabras pertenece a Ramón Fontserè, el nuevo director de "Els Joglars", la compañía de teatro que durante cincuenta años nos ha recordado lo que ya anticipó Aristófanes: puede haber teatro sin política, pero no hay política sin teatro. Fontserè ha retratado con pocas palabras el mal de nuestro tiempo. Mal que no es otro que el asentamiento de una casta que ha hecho de la política su "modus vivendi". Algunos viven de crear problemas ("sembrar cizaña") para ofrecerse, después, a gestionar la salida a los laberintos que ellos mismos construyen. Otros están en la política porque no tienen oficio o si lo tienen, jamás han puesto a prueba sus destrezas para ganarse las alubias. Son los menos los que llegan impelidos por el noble impulso de ayudar a cambiar el mundo o, al menos, conseguir que el AVE llegue hasta su pueblo.
En todos los partidos, quienes han hecho de la política el barco con el que alcanzar la orilla de la jubilación suelen ser voces en espera de batuta. El que desafina se arriesga a perder puesto en las listas, así que lo normal es que otee los telediarios a la espera de oír lo que dicen los jefes. Por desgracia, los jefes, no pocas veces, se dedican a sembrar cizaña. Por ejemplo, la que estos días nos lleva a preguntarnos si es teatro o es realidad eso que ha dicho Artur Mas, el presidente de la "Generalitat", de que tiene una misión histórica que cumplir empujando a los catalanes a la aventura secesionista en vez de ocuparse de los casi ochocientos mil parados que hay en Cataluña o los sesenta mil enfermos en espera de una cita de quirófano. Lo dicho, no hay política sin teatro. Lo malo es que no siempre lo que se aúpa hasta el escenario de la vida pública es una comedia.
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