Nunca sabré si la costumbre de bañarnos al amanecer en el río de aguas calientes de la Central Térmica de Almería que desembocaba en el mar, el día de los Reyes Magos, era una promesa de mi padre, una ceremonia con significados mágicos o sólo una de sus alocadas extravagancias quizá todas estas cosas a un mismo tiempo.
Nuestra casa estaba en el otro extremo de la ciudad así que debíamos aligerar si queríamos llegar hasta el río antes que el sol nos adelantara. Recuerdo las chimeneas de la central con su nubecillas de humo blanco flotando en medio de la noche oscura y mi padre nadando contra las corrientes, mientras yo procuraba sujetarme a las piedras para que el agua caliente no pudiera arrastrarme hasta el mar. Nos sumergimos un par de veces juntos y al abrir los ojos debajo del agua vi que tenía un resplandor blanco y muy intenso, además de un sabor extraño.
Estaba tiritando, sentía que mi cuerpo era distinto y que imitaba el color verde de la toalla que me envolvía, parecía que mi piel se arrugaba y le salieran escamas.
Terminé de vestirme, sin decirle nada a mi padre para que no preocuparlo, y de vuelta a mi casa por la orilla de la playa hasta el Cable Inglés, atrapé con agilidad unas cuantas moscas para comérmelas y un escarabajo. Cuando nos acercamos hasta la churrería como cada año, la repugnancia al morder aquella masa caliente mojada en chocolate hirviendo casi me hace vomitar.
Apenas presté atención a los juguetes y mi madre decía que estaba pálido, que este era el último baño en el río de la térmica y expuso una vez más sus teorías sobre las pulmonías. Cogí la colección de minerales y la llevé hasta mi cuarto, nada más tocar la piedra de azufre mi piel empezó a volverse amarilla y con el cristal de cuarzo se hizo trasparente, hasta mis ojos no miraban de la misma forma. Tenía necesidad de tirarme al suelo y arrastrarme como un reptil, ya estaba pegado a la pared del techo y mi madre pasó al dormitorio con una taza de manzanilla y un azucarillo, no pudo verme. Gritó mi nombre un par de veces y se fue hablando sola por el pasillo.
Deshice la azúcar sobre la mesita de noche para que acudieran las moscas y dije a mis padres que iba a la calle a jugar con mis amigos.
Aquel primer día de mi metamorfosis, comprendí que mi voluntad dominaba sobre un cuerpo desdoblado y una mente escindida: lo mismo era una salamanquesa que un humano, pero podía ser lo que quisiera bastaba con desearlo, ¿y quién no vive dividido entre quien es y quien realmente cree que es? Mi caso no guardaba muchas diferencias al de cualquier otro y salvo por la cuestión de los alimentos, ya iría adaptándome y solucionando las diferencias entre aquellos dos seres que habitaban dentro de mí.
Durante la noche salía de mi casa para atrapar todos los insectos que pudiera y saciarme, volvía a mi dormitorio a tiempo, cuando mi madre me despertaba para ir al colegio.
Al año siguiente ya no volvimos a la térmica y fuimos a ver la cabalgata de los Reyes Magos, que era lo normal según mi madre, cuando el desfile acabó vi a un hombre que tiraba de un carrito, él vendía manzanas bañadas en caramelo rojo y su hija que debería de tener mi edad lo acompañaba.
Mi padre compró tres manzanas y ella nos las fue dando, cada vez que cogía una de las manzanas su piel cambiaba de color, no dejaba de mirarla, quería que comprendiera que nosotros dos éramos iguales.
Mis padres saludaron a unos amigos y se pararon a hablar con ellos, les propuse ir a casa de un primo que vivía en aquella misma calle, pero fui siguiendo los pasos del hombre del carrito y su hija, hasta que vendieron todas las manzanas y regresaron a su casa. Esa misma noche volvería, sabía que ella estaría buscando su alimento a las mismas horas que yo. No tardé en dar con ella, nos miramos y nos reconocimos enseguida, estuvimos recorriendo su territorio y deje que me guiara, llegamos hasta el ficus que queda en la mitad del paseo, su lugar preferido.
Allí, en aquella higuera gigante, la niña que hacía manzanas con caramelo rojo, contó que su padre vendía por la playa y la dejaba en la térmica bañándose.
Un día empezó a tener las mismas sensaciones que yo; las moscas le gustaban más que el cola-cao y las galletas, podía andar por las paredes y pegada al techo sin dificultad. Muchas noches las pasamos juntos de un lado para otro, recorriendo la ciudad, comiendo y hablando de nuestras cosas.
María dice que le gusto más cuando soy una salamanquesa, pero a mí me sucede lo contrario, la prefiero en su forma humana, sobre todo cuando mira con esos ojos negros tristes y habla de nosotros. Cree que deberíamos buscar un médico y pedirle que nos ayude, pero después duda pues nos tomarían por bichos raros y empezaría a utilizarnos para experimentos y ensayos científicos, hasta se empeñarían que viviéramos en jaula como ratas de laboratorio.
Ayer fui hasta su casa, subimos a una habitación abandonada que hay en el terrado y había dos huevos, ella los limpió pasando su lengua por encima, muchas veces seguida, yo la imité.
¿Sabes que somos dos tarentolas mauritanicas o salamanquesas comunes? Abrió un libro de reptiles que pidió prestado en una biblioteca y fue explicando todo lo que había aprendido sobre nuestra especie y se detuvo en el interés de los investigadores por la pelusa que rodea los tentáculos de nuestras manos y adherencia a cualquier material, pelos de contactos lo llaman y que los alquimistas creían que con ellos se podía confeccionar la lana de salamandra, un tejido que soportaba el fuego. También creían que podíamos envenenar el agua con nuestra saliva y que escupíamos a la gente en la cabeza para dejarla calva.
María pensaba demasiado, ella se quedó en la habitación y estuve buscando comida a la luz de las farolas. Regresé antes del amanecer y ella no estaba, tampoco los dos huevos. Había escrito una nota para mí: “Estoy en la térmica. Ven hasta aquí” Adopté la forma humana para llegar más rápido hasta el pequeño río de las aguas calientes, María esperaba sentada cerca de las rocas, en su ojos negros apareció el sol, ella se tiró al agua y yo la seguí en dirección a la fábrica eléctrica, nadando sin cesar llegamos hasta un estanque de aguas rojas, en el centro una llama de fuego salía de la tierra, la atravesamos y volvimos a la bocana del río, al salir del agua ya no quedaba ningún recuerdo de nuestra humanidad, sólo éramos una par de salamanquesas comunes como María dijo aquella noche.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/37195/el-hombre-salamanquesa