No recuerdo quien hizo la observación: refería que ahora la ciudad está más callada y que este silencio era otra de las consecuencias de la crisis. Es verdad, muchos días parece que enmudeciera y sólo se levantara para enterrar sus voces, que le molestaran los ruidos de otro tiempo.
Recogida y predispuesta a la contemplación, pasas por sus calles como si atravesaras un templo, en el que no queda ninguna esperanza. Te cruzas con la gente ensimismada, ya se sabe que las dificultades generan amargura, una propensión paulatina a replegarse sobre uno mismo, como quien se enclaustra entre su malestar y un mundo hostil, desorganizado, que hubiera cambiado de reglas de la noche a la mañana, antes de explicarnos el manual de una vida más dura y difícil de entender.
La relación entre una economía enferma y la disminución de los decibelios, es palpable y las explicaciones al respecto presumibles, hasta ramplonas. Entre las causas que inciden sobre este nuevo mapa sonoro de las ciudades españolas, no cabe la exclusividad, la autoría única de las cifras y las pésimas magnitudes económicas sobre la que navegamos al borde del naufragio.
Hay otros motivos tan contundentes o con más calado que los mencionados. Uno de ellos, es el desprecio hacia la palabra, desaparecida en su acepción de compromiso o promesa, y sí el deshonor que suponía faltar a la palabra dada, antes podía destrozar la vida de cualquiera, lleva camino de convertirse en una virtud para quien practica de forma activa decir hoy una cosa y hacer mañana la contraria, síndrome muy común entre algunos políticos de primera fila.
Esa transmutación de las traiciones en valores, efectuada por los depositarios de nuestra confianza, no se la puede permitir ninguna sociedad y, si lo hace está aquejada de una amnesia colectiva que es como un cáncer por el que deberíamos estar alegres, cuando ya ha empezado a devorarnos.
Hay una inflación de palabras vanas y de mentiras, que han devaluado su fuerza y su entereza, arrinconándolas al lugar de las cosas inservibles por las que aún sentimos nostalgia, pero de las que tendremos que deshacernos en algún momento. Por eso la ciudad se calla y se encierra, entre un silencio solemne y el silencio que viene después de la batalla perdida. Almería debe de tener el presentimiento que de nuestras gargantas proviene el engaño y la astucia, de los que secuestran las palabras y la derrotan antes incluso de pronunciarla.
En este itinerario desorientado entre el voto al político y esa suerte de votos de silencio urbano, cumplimos con una penitencia, un calvario que no merecemos aunque de alguna forma hemos propiciado, aún hoy somos complacientes con nuestro aislamiento, con el crepúsculo dorado de nuestra individualidad autista.
Es cierto que Almería tiene en algunos momentos ese aire quieto de los claustros de los monasterios, una atmósfera de asombro ante una nueva realidad vacía de palabras verdaderas. Sin embargo nadie espera la revelación de una verdad trascendente, la sublimación de los sentidos y el éxtasis de unión espiritual, al contrario en este convento inmenso, seguimos paralizados por el chantaje al que nos someten los que nos exigen un acto de fe en un sistema, que funciona en beneficio de ellos mismos y grupos afines, que tritura entre sus engranajes cualquier atisbo de justicia y solidaridad, que ha llenado su altares de ídolos insanos que enturbian la razón y el alma.
Cuando escampe esta lluvia de fatalidades y se cierre el recuento de las víctimas, alguien reclamará el perdón, el indulto, pero si uno sólo de nosotros recuerda lo que pasó con la última amnistía, la fiscal, es posible que escojamos sin dudarlo, una justicia severa antes que una clemencia inmerecida.
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