La imagen de nuestra clase política está por los suelos. Y eso que en nuestro país no se ha imputado por corrupción a ningún jefe de Estado o de Gobierno, como a Chirac y Sarkozy, en Francia, o a Berlusconi, en Italia.
Aquí tenemos cerca de 400 cargos públicos salpicados, de una u otra manera, por delitos económicos sin que hasta ahora hayan acabado en la cárcel más que algunos funcionarios de carácter subalterno.
Esa cuantiosa cifra de políticos imputados o querellados es la que proyecta una sombra de desconfianza generalizada sobre la clase política, mientras que la posterior lentitud de la maquinaria procesal le añade la sospecha de una grosera impunidad.
Por eso la gente está que trina: porque supone que la mayoría de los políticos son corruptos, porque recela de que se les aplique la justicia y porque, de llegar a hacerlo, teme que acaben pagando el pato cuatro desgraciados.
El riesgo de esta falta de fe en las instituciones es que el personal empiece a tomarse la justicia por su mano. Hace poco, José Luis Olivas, ex presidente de la Generalitat valenciana y de Bancaja, fue increpado en un restaurante y, desde entonces, no ha vuelto a vérsele el pelo.
Ya de por sí, nuestros cargos públicos, son poco dados a callejear como los demás mortales, a diferencia de lo que hace, por ejemplo, el alcalde de Londres, Boris Johnson, a quien sus paisanos suelen ver yendo a trabajar en bicicleta. Para colmo, uno de los pocos que aquí sí lo hacen, Esteban González Pons, acaba de ser acosado hasta en la mismísima puerta de su casa.
Me temo que, con tales precedentes, si nuestros políticos ya se encerraban antes en su torre de marfil, ahora no salgan de ella ni para respirar, ignorando cada día un poco más lo que sucede a su alrededor.
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