Lo peor del razonado auto del juez José Castro no es la imputación de la Infanta Cristina de Borbón en los trapicheos de su marido, Iñaki Urdangarin, sino el menoscabo de la autoridad del Rey, al sugerir que su yerno, su hija y el secretario de ésta, García Revenga, se pasaron por el forro su recomendación de abandonar el Instituto Nóos.
Se comprenden, pues, las vacilaciones y las contradicciones de la Casa Real tras la imputación de la infanta: ¿apoyarla hasta el final o dejar asépticamente que la Justicia resuelva?
Y es que el lío de la Casa Real es de órdago en la hora más baja de la popularidad de la Corona entre los españoles. Una institución que ha sido la más valorada por los ciudadanos durante más de treinta años está ahora permanentemente bajo sospecha.
Las últimas encuestas ratifican que la opinión pública considera no sólo culpable a Urdangarin de llevárselo crudo, sino también a la Infanta como cómplice, colaboradora o consentidora de ello. ¡Lo que le faltaba a la Casa Real, tras las cuentas en Suiza de Don Juan, los devaneos del monarca en Botswana y el inquietante papel de Corina Wittgenstein en la vida de Juan Carlos I!
Obviamente, la Corona tiene ahora plomo en las alas, en perjuicio del importante papel de moderación política que ha cumplido en estos años de agria controversia partidista, ataques terroristas y crisis económica.
Para preservar a la institución, hay quienes en la Zarzuela sugerían la pronta abdicación real en favor del Príncipe Felipe de Borbón. Pero ahora, con la que está cayendo, una decisión de este tipo podría interpretarse como oportunismo y hasta como signo de culpable debilidad.
Así que, pillada a trasmano entre lo urgente y lo conveniente, la Casa Real parece que se ha hecho un lío morrocotudo.
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