Poco a poco va abundando la bibliografía pesimista sobre Europa. Dentro y fuera de ella misma ya se leen textos que nos hablan de una gran coalición de 27 naciones a la deriva, sin fuelle y sin horizonte.
La crisis ha hecho recordar con cierta nostalgia los nacionalismos de otro tiempo a la vista de que no se cumplen las expectativas de la gente. La Europa del poderío racional, de la ciencia y el desarrollo, de los derechos humanos y del alto nivel de vida, ha sido frenada cuando no aniquilada por la crisis económica.
Los altos nombres, padres de la idea que engendró la Comunidad Europea, han sido sustituidos por una tropa de funcionarios anónimos, bien pagados, eso sí, que se limitan a apretarnos las tuercas del duro ajuste. A medida que aumenta el paro juvenil en la eurozona, se disipa la esperanza de nuestros universitarios de poder encontrar un trabajo más allá del espacio provinciano. Hasta ahora el gobierno se había dejado aconsejar por la Merkel como paradigma del progreso, y solo a eso aspiraba Rajoy. Hasta que se pudo entrever que la salida de la crisis no era solo austeridad sino también crecimiento, tesis defendida por Hollande. Columpiándose en medio de esta creencia de doble filo, los dos partidos mayoritarios de España, con el 85% de los votos y no sin dificultades formales respecto a los otros grupos menores, han alumbrado un gran pacto de Estado para exigirle a Europa menos austeridad, impulso a la Unión Económica y Monetaria, incremento de los fondos del Banco Europeo de Inversiones, etcétera. La duda es si en Bruselasharán demasiado caso a la misión española. Dicen los eurócratas que las expectativas sobre los resultados de la cumbre son más bien escasas. Atención.
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