Claro que son importantes los contratos presentes y futuro para construir líneas de "alta velocidad" en el mundo. Después de haber apostado por este sistema de transporte de pasajeros de manera generalizada -nuestros gobernantes prometieron que todas las capitales de provincia estarían unidas por este sistema de ferrocarril- es normal que queramos exportar nuestra experiencia.
Pero no es lo único importante. La seguridad es fundamental cuando se trata de alta tecnología ferroviaria que puede alcanzar los 350 kilómetros por hora en algunos casos.
Parece claro que el maquinista del tren accidentado cometió una imprudencia y puede haber sido determinante en la tragedia. Pero esa explicación no es suficiente. Y la transparencia es un requisito imprescindible en la investigación. El prestigio de nuestra alta velocidad no puede ser un impedimento para la transparencia. Si hay “agujeros de seguridad” en nuestro sistema ferroviario debemos reconocerlos, buscar los paliativos y garantizar que acabarán.
Un tren que puede rodar a doscientos cincuenta kilómetros exige mucha más seguridad y cautela que quienes van más lento. Y el aumento de la velocidad posible exige también un aumento de la seguridad.
Que el maquinista sea responsable no evita preguntarse como es posible que pasar de una velocidad autorizada de 200 kilómetros por hora a ochenta para tomar una curva cercana al tramo de velocidad máxima dependa solo de el acierto del conductor.
Existen sistemas que hubieran evitado el accidente, neutralizando la negligencia del conductor. La administración ferroviaria determinó que no era necesario establecerlos en el tramo donde se produjo la catástrofe. Ahora, está claro que fue una decisión equivocada. Dejar todo en manos del conductor en un tránsito breve de 200 kilómetros a tan solo 80 fue un error y no hay ninguna razón que explique el interés en ocultar o minimizar ese “agujero de seguridad”.
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