Hay países de tradición democrática donde, pasado un tiempo, se desclasifican los documentos secretos. Por uno de ellos, que contiene una conversación mantenida en 1983 entre Juan Carlos I y el entonces embajador británico, descubrimos cómo se engañaba a los españoles, ni entonces ni ahora ciudadanos de pleno derecho, en lo relativo a la reivindicación de Gibraltar: el rey aseguró al diplomático que España pasaba, en realidad, de recuperar el Peñón de Gibraltar, a fin de no poner en riesgo sus propios peñones en el norte de Marruecos, Ceuta y Melilla.
El discurso oficial, no es menester recordarlo, era muy otro, de gran inflamación patriótica, pero el rey también tranquilizó al embajador de la Pérfida Albión sobre el particular: se hacía para complacer a la gente.
A los españoles, de quienes el Estado, o el Régimen, o el Sistema, debe tener un deplorable concepto, sobre todo de su inteligencia, han sido engañados brutal y sistemáticamente a lo largo de la historia (todavía los liberales se lamentan, desde el Más Allá, de haber confiado en el marrajo de Fernando VII), y a lo mejor es por eso que el Estado, o el Régimen, o el Sistema, no saben salir de ahí ni ensayar otro registro en su relación con aquellos en los que reside, según la letra muerta y también mentirosa de la Constitución, la soberanía nacional.
Gibraltar es un clásico, tan clásico que aún se utiliza para reverdecer la mustia compulsión patriótica y usarla como cortina de humo, pero la milonga, el vacile y el timo de los gobernantes hacia los gobernados han alcanzado con los últimos ejecutivos, el de Zapatero y el de Rajoy, cotas difíciles de superar: desde la obstinada negación de la crisis mientras el sistema ladrillo-financiero hacía todo lo posible para ahondarla hasta las simas abisales que sufrimos hoy, hasta el uso por Rajoy de la mentira total, absoluta, para ganar las elecciones.
El Régimen parece que ya es que engaña por engañar, pues toda simulación la sospecha ya inútil.
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