Y de pronto la mañana te deja un paquete de historia sin preaviso en tu mesa. El Rey se marcha y alguien viene y te pregunta si abdicar se escribe con “b” o con doble “d”. Bueno, no todo va a ser solemne cuando los anales pegan un crujido y llueven dinastías sobre el recuerdo lejano de una televisión en blanco y negro en el salón de casa. “¿Juan Carlos I? ¿Qué poco solemne, no?” Entre el niño que miraba esa mañana sin cole la extraña escena de proclamación del Rey (luego en las fotos supimos que la Reina iba vestida de color fresa) y el arribafirmante han transcurrido 39 años de reinado que comenzaron por la novedad de ver una cara diferente en los sellos de las cartas (antes de internet la gente ya se comunicaba a distancia, no crean) y que es la misma cara que acabo de ver en el ordenador, más vieja, más coronada de años, más triste, más de Rey. Y a uno, que también va para arriba o para abajo, según se vea, le sale natural la secuencia de voces históricas en las inmediaciones de los tronos: El rey ha muerto; viva el rey. Pero el rey está vivo, como está vivo el que fuera Papa y ahora está alejado del boato y la púrpura. Habremos de convivir con la figura, insólita en los últimos siglos, del Rey Padre o monarca sin corona que ni reina, ni dice, ni proclama, pero que está ahí y no debe decir o aparecer siquiera. Y luego está la incógnita del hijo designado, cada vez menos incógnita y más heredero. Y lo de si Ella come mucho o poco y si manda más de lo que debe. La portería nacional no siempre es la del bueno de Casillas. Y luego está, que no se me olvide, el folclore tricolorido de los que aprovechan para pedir referéndums desde el pelaje más diverso, atrapados en la nostalgia no vivida de embarcar a un Borbón por Cartagena. Pues está la cosa como para experimentos. En todo caso uno se conforma con conocer, alguna vez, las razones de la prisa. Por lo demás, normalidad.
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