Pese a que la Gran Coalición de los partidos dinásticos laminó con su mayoría, como se esperaba, la voz de quienes abogan por devolvérsela al pueblo español, sus diputados tuvieron que oír cosas, verdades, que no se oían en el Parlamento desde tiempos literalmente inmemoriales. Los del PP, como suelen, como si con ellos no fuera la cosa, interrumpiendo, chuscos a veces, divertidos otras, afectando escándalo en ocasiones, y los del PSOE, algunos avergonzados y todos, o casi todos, conscientes de que su partido estaba rematando su particular transición, de lo poco a la nada, de la pobreza a la miseria, de no se sabe dónde a ninguna parte. Salvo Odón Elorza, acaso el diputado de mayor prestigio de toda la Cámara por su acreditado buen hacer político, el resto se arrugó en la ocasión histórica por miedo a no salir nunca más en la foto. Pero, ¿qué foto, si el que las hacía, Alfonso Guerra, había apagado las luces el día anterior, antes de irse?
La Gran Coalición que nos anunciaron, acaso por no saber resistir el cosquilleo del secreto, Cañete y Felipe González, seguramente al cabo de la calle de lo que se estaba cociendo en la Corte, usó de su fuerza y de su número ficticios, pues en dos años y medio de corrupción generalizada, degradación institucional, cleptocracia, autoritarismo y mentiras ha dado un vuelco la orientación del voto y su aritmética, para despachar el tan cacareado “momento histórico” en dos patadas, y nunca mejor dicho lo de las patadas, pues es lo que dieron a las aspiraciones de libertad, o siquiera de pintar algo, de la sociedad española. PP y PSOE, que a día de hoy no reúnen ni la mitad de los votos según no un sondeo, sino unas elecciones con su poco de plebiscitarias, impusieron su pacto viejuno y marciano al país.
La cosa iba, ciertamente, de la abdicación, pero, más ciertamente todavía, de la pervivencia porque sí del régimen monárquico en la figura del hijo del rey saliente. PP y PSOE lo tenían todo atado y bien atado, que de casta le viene al galgo, pero, cuando menos, en el Congreso se pudo oír algo de la España emergente, de la que quiere democracia de la buena y no un sucedáneo con conservantes y aditivos de dudosa salubridad.
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