Por mandato emocional

Tengo noticias de diversos tontos contemporáneos que juran la Constitución “por mandato legal”

Luis del Val
17:45 • 24 jun. 2014

A estas alturas de la Liga biográfica, me niego a admitir lecciones de escepticismo de nadie, y mucho menos de cinismo, porque sin entrenarme soy capaz de hacer cinismo sobre el amor filial, la religión, la madre que nos  parió, y lo que se ponga por delante. He leído tantos artículos de escepticismo sobre la monarquía, por parte de aprendices de Baudelaire, que jamás le llegarán a la suela de sus versos, que casi me producen ternura. Y, asimismo, tengo noticias de diversos tontos contemporáneos que juran la Constitución “por mandato legal” o porque no les quedan más cojones que jurar, si quieren pertenecer a la “casta” que critican, que voy a reivindicar mi derecho a ponerme sentimental “por mandato emocional”.


   Y me ha emocionado el abrazo de padre e hijo, y la nueva reina que parece una culeca, pendiente de sus polluelos, y la ovación espontánea que recibe nuestro ya antiguo rey, Juan Carlos I, porque no hace falta ser un historiador, ni un  monárquico, para llegar a la conclusión de que este tipo nos sacó las castañas abrasadas de la dictadura, nos las peló en 1981 cuando el fuego estuvo a punto de chamuscarnos y, en ese balance entre luces y sombras, no le aplaude la cla, sino el pueblo soberano. Ojo, que ese mismo pueblo soberano abarrotaba la plaza de Oriente para lanzar vítores al dictador y, en el mismo salón donde el rey abdicó, pasó a dar el cabezazo ante su ataúd. El pueblo es soberano, por supuesto, y tan voluble que los mismos que eran capaces de no dormir para recibir a la selección española de fútbol, le escupen en el mismo rincón del bar donde hace unos meses la aclamaban. No es ninguna seña de identidad de España. En Europa tenemos una larga experiencia en levantar estatuas y derribarlas, en enaltecer y denostar. Pero llevo dos días sin sentir vergüenza de mi sentimentalismo, de mi comprensión y  mi orgullo de que seamos capaces de hacer un  relevo, sin guerras carlistas y sin odios ancestrales, al margen de los profesionales del malestar que, en lugar de arreglarnos problemas, nos crean otros nuevos.







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