Un niño es todos los niños. Quinientos, quinientas veces más. Los niños, uno o quinientos, son todo, la esencia del ser humano, el futuro y la única palanca capaz de elevar el corazón de los adultos sobre su egoísmo. Y también son, tristemente, los protagonistas involuntarios de éste verano, del uno al quinientos, y la ONU, en su impotencia, anda enredada en ambos casos: quinientas son las criaturas asesinadas en Gaza por un Estado enloquecido y sanguinario; una, la niña de siete años asesinada por su padre en combinación, por negligencia, con otro Estado, el nuestro. La ONU, inútil y ridícula, ha condenado de boquilla a los autores de esos infanticidios.
Más de 45 denuncias por malos tratos había presentado contra su ex pareja la madre de la niña asesinada. Al tipo, de la clase de psicópatas cobardes que dañan al prójimo en lo que más quieren, en lo que les constituye, la hija habida en común en éste caso, se le permitían las visitas a la niña sin vigilancia alguna y quedarse a solas con su víctima inerme, a la que, por serlo, finalmente mató. De nada valieron las reiteradas denuncias de la madre, sus constantes llamadas de desesperación y de socorro para evitarlo, pues el Estado que habría de velar por su seguridad y la de su niña pasó de ella, la desoyó, la desamparó absolutamente y, apoyándose el leyes inicuas y en su incompetencia, permitió, si es que no propició abiertamente con ello, el crimen más aberrante, el de matar a un niño.
La ONU, esa cosa, esa farsa, ha venido condenando de boquilla a Israel por sus recientes crímenes en Gaza contra la humanidad, contra lo mejor de ella. Condenar de boquilla se le da muy bien a la ONU, y condenar al Estado de Israel no digamos, más que a ningún otro por méritos propios, pero también ha condenado al Estado español por su cooperación pasiva, pero necesaria, en la muerte de aquella niña que era, como cada niño, todo.
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