No me canso de mirar la foto de portada de El PAIS de ayer. Se ve al Toro de la Vega de rodillas, exhausto, agonizante, todavía con el borbotón de sangre de las lanzas en sus lomos. Detrás del animal están los valientes caballeros, algunos de ellos exhibiendo la pica triunfadora y con la conciencia tranquila de haber asistido a ritual incruento.
Hubo un Papa que dijo que los animales tenían alma. Si es así ¿qué estaría pensando el toro de estos caballeretes? Edad Media pura en pleno siglo XXI. Con la teoría de mantener la tradición, los inmovilistas de siempre se sumergen en un aquelarre de puyazos, palos, gritos, corridas, miedos. Por si fuera poco, los detractores de esta fiesta acuden con piedras a convencer civilizadamente al vecindario para que deponga su crueldad de siglos. Y como esto no es posible porque la fiesta tiene el respaldo de las autoridades, recurren al incendio y ala salvajada.
Es cuando el espectáculo siniestro se pone al rojo vivo. Algún visitante extranjero debe estar detrás de un árbol pensando en el éxtasis de la Marca España. España es diferente, como se dijo en el franquismo. ¿Cómo habrá que decirle a estos sádicos de secano que la modernidad ya es otra cosa?
Alguna vez fuimos caníbales, cultivamos la pelea de gallos, consultamos al brujo, defendimos la esclavitud, copiamos la guillotina, creamos un ambiente lo suficientemente cruel para que se pudiera matar por ideas religiosas, pero ¿quién se atrevería a mantener en estos tiempos esas costumbres sádicas que llaman tradiciones, hijas de otra concepción del mundo, en un siglo donde los animales exigen nueva sensibilidad? Un día es el toro de fuego, otro la cabra que arrojan desde el campanario, pero no se nos ocurre transformar el acto en una catarsis moderna donde no corra la sangre ni tengan que enfrentarse a muerte los ciudadanos por el mantenimiento de una costumbre medieval. Bien, pues hasta el año que viene.
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