Mientras en el África subsahariana veíamos niños malnutridos y deformes, en España hemos vivido la edad de oro de la cirugía estética y el apogeo de la esbeltez a golpe de bisturí.
Todo eso, al parecer, se ha acabado, producto de una crisis que también se ha llevado por delante otros excesos del consumo. La declaración del pre concurso de acreedores de la Corporación Dermoestética ha sido todo un síntoma.
Resulta que en estos años recientes de dinero fácil y moral aun más facilona, lo normal para muchas personas era mejorar su aspecto a base de quirófano. La cirugía estética, que surgió para corregir las horribles mutilaciones faciales de la primera guerra mundial, hace cien años, al igual que otras malformaciones congénitas, se había convertido en un capricho de las personas pudientes y no tan adineradas como ellas: al fin y al cabo, para eso estaba el crédito bancario, para que el bisturí llegase donde no lo había hecho la naturaleza, al margen de que pudiésemos devolver o no el susodicho préstamo.
Pues bien: todo eso se acabó.
Si no hay créditos para prorrogar la hipoteca del piso o para poderse emancipar de nuestros padres, ¿por qué lo iba a haber para parecernos a Angelina Jolie o a David Beckham?
La verdad es que durante todos estos años la cirugía estética no ha sido nada original: el repertorio de liposucciones, implantes de silicona y arreglos faciales ha sido tan reducido que tras el quirófano todos los operados han acabado pareciéndose unos a otros, como los miembros de una gran familia, en una moda en que la que la abundancia de morros era el rasgo familiar común. El margen de variación resultaba tan escaso que, todo lo más, cabía decir, mira “una operada por el doctor Fulano” o “una paciente de la clínica de Mengano”.
Afortunadamente, todo eso se acabó y por fin acabaremos pareciéndonos a nosotros mismos.
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