Cuando yo era director de El Periódico de Catalunya, me enteré de que un redactor de temas de sociedad se dejaba untar por personajes que aparecían en sus crónicas. Confeccioné un listado con los diez nombres más frecuentes y le dije: “Hasta nueva orden, ni una línea sobre estos tipos”. Y se acabó la corrupción. ¿Por qué no lo despedí inmediatamente? Pensé que, de hacerlo, los corruptores buscarían otro redactor a quien sobornar. Hice como los Gobiernos que descubren un espía: controlarlo, en vez de que, al detenerlo, los enemigos envíen un nuevo espía cuya actividad desconozca absolutamente.
Mi reacción, discutible, como todas, se basaba en la creencia de que la corrupción es esencial a la naturaleza humana.
Ahora, en España, acaba de comenzar la búsqueda y captura de políticos corruptos, que es una buena manera de empezar la limpieza de nuestra sociedad. Pero no debemos pararnos ahí, porque donde existen políticos que se han dejado sobornar es que también ha habido empresarios corruptores, tantos, al menos, como personajes públicos corrompidos.
Pero el de la cosa pública no es el único estamento turbio de nuestra sociedad. ¿Qué me dicen de una judicatura donde se traspapelan expedientes, se dejan vencer plazos, se agilizan casos para que recaigan en un juzgado determinado, etcétera, etcétera? ¿Y de la Universidad? El reciente suceso de Iñigo Errejón no es más que una modesta anécdota en una institución endogámica y de luchas cainitas, donde se inflan currículos, se falsean documentos, se copian trabajos y se zancadillea a los académicos no afines.
Podríamos seguir así, en una enumeración larga y prolija de estamentos e instituciones. Pero no sólo de ellas. En una u otra forma, todos somos cómplices, en parte, de esta nauseabunda realidad.
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