Uno de cada cuatro españoles reconoce que alguna vez ha ido de putas; tantos, al menos, como han acudido a un estadio de fútbol.
Ya ven si el tema resulta sociológicamente importante. Aun así, nuestros dirigentes le dedican a la prostitución un silencio como si no existiera, escandalizándose sólo esporádicamente ante la trata de blancas y otros crímenes conexos con el comercio carnal.
Sin embargo, ha bastado con que el presidente de Ciudadanos, Albert Rivera, proponga legalizar la prostitución para que se alcen una serie de voces hipócritas diciendo que eso envilecería la situación de la mujer: ¿es que no existe la prostitución masculina?, ¿o acaso ésta enaltece a los chaperos y gigolós en vez de degradarlos?
Para rebatir esa propuesta —aunque no sé si de verdad se trata de combatir a la prostitución en sí misma— surgen otras ideas, como la del socialista Antonio Miguel Carmona, de castigar a los clientes que soliciten trato carnal en las calles. No sé si el hombre se habrá parado a pensar que ésa es una manera de condenar a los pobres, ya que los otros disfrutan de salones privados, hoteles y servicio a domicilio con tarjetas de crédito.
Y es que nuestros políticos piensan poco, tanto sobre este asunto como sobre cualquier otro. A lo mejor, si se regulase el sector habría más higiene, sus trabajadores tendrían más derechos, mejores salarios y prestaciones sociales, desaparecerían chulos y macarras, se evitaría el secuestro de personas y hasta se cobrarían más impuestos, sí: también a Al Capone se le detuvo por evasión fiscal, así que ojo al parche.
Lo malo es que pasadas las elecciones volveremos a olvidarnos del tema y las cosas seguirán como siempre: existiendo, pero como si no existieran, ni legales, ni ilegales. O sea, la caraba.
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