Se está hablando mucho del banderazo de salida hacia la Moncloa del secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, y de su patriótico escenario inspirado claramente en la escenografía que ha popularizado el presidente Obama en los Estados Unidos: discurso sobrio y fondo con los colores nacionales. Institucionalidad y serenidad a partes iguales. Pero estamos en España y no en los caucus de Iowa proclamando la nominación de un candidato a la Casa Blanca. Estamos en un país que vive un sorprendente conflicto emocional con sus símbolos nacionales gracias, entre otras razones, a la irresponsable asunción por buena parte de la izquierda española de los psicodramas del inolvidable presidente Zapatero, que debutó como presidente del Gobierno español proclamando esa bobada de que España era “un concepto discutido y discutible”. Pretender identificar la bandera de España con la herencia sociológica del franquismo es un disparate no corregido a tiempo que ha generado el caldo de cultivo necesario para considerar “libertad de expresión” el menosprecio sistemático de los símbolos nacionales. Y es que después de muchos años escenificando su preferencia por la bandera de la fallida II República, ver a un cargo socialista arropado por la bandera de España ha acabado siendo una rareza que ellas y ellos han ido alimentando con verdadera dedicación. Es triste, pero es así. Imagino que ver a Pedro Sánchez envuelto en la bandera de España habrá causado gran desconcierto entre sus compañeros del PSOE de Garrucha, que estrenaron la alcaldía corriendo a arriar la bandera de España que el anterior alcalde se atrevió a poner en una rotonda. Así están las cosas. Finalizo mencionando a otro presidente norteamericano, Abraham Lincoln, que decía que se puede engañar a algunos todo el tiempo y a todos algún tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo. Así que bienvenido a la normalidad, señor Sánchez, pero me temo que la gente conoce ya bien a su partido.
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