Ser de un país se parece a tener el padre que no has elegido. Tampoco elegimos dónde nacemos, pero ese hecho fortuito nos configura. Te hubiese gustado que tu padre te comprara la mejor videoconsola para tu décimo cumpleaños o que no te enviara a aquel campamento de verano en Matalascañas. Te hubiese gustado que España becara tus estudios o que no te forzara a buscar trabajo en el extranjero. Pero no fue así.
En plena adolescencia descubres que tu padre es un tipo corriente con un matrimonio estándar y que incluso pensó alguna vez en el divorcio. Tienes veinte años y como es natural te avergüenzas de él, te rebelas y quieres independizarte. Pero ante la crisis de los 30, cambias la mirada y en vez de pretender sentirte orgulloso de él simplemente le amas y perdonas sus errores porque te crió lo mejor que supo.
La historia de España está oscurecida por aquellos que confundieron el amor con el orgullo. Cuando los cristianos, judíos y musulmanes convivían en paz llegaron los fanáticos (almorávides e inquisidores). Cuando el espíritu de las luces atravesaba Los Pirineos la armada napoleónica fusiló a los madrileños. Y así en una historia de desencuentros, de llegar tarde a la Historia. Hasta los años 80, cuando Europa nos sacaría las castañas del fuego y conciliaría por fin a las dos españas. Sin embargo, el atajo de sentirse europeo para no volver a tropezarcon la piedra de los nacionalismos resultó ser un fraude. Demasiado artificial el parentesco de un español con un finlandés cuando el natural hubiera sido con un latinoamericano o un magrebí. Europa prometía ser una fiesta con barra libre, la rave del progreso y el bienestar, pero la banca alemana y el Merkelato acabaron fundando el IV Reich, algo parecido a volver a casa de tus padres después de una beca Erasmus.
Entonces, ¿qué nos queda? Pues nuestra gente, nuestro barrio, nuestros vecinos, personas estupendas a las que amas, pero también un país donde aún reina un Borbón, el presidente del gobierno desconoce la Constitución, los políticos payasean con las banderas en los balcones, la ley permite el maltrato animal y la religión es una asignatura en la enseñanza pública.
Pero no podemos quejarnos. Debemos enorgullecernos de nuestro padre aunque sea un hombre injusto y violento. Él nos dio la vida. Debemos ser españoles orgullosos, si no, seremos linchados, desheredados y acusados de traición, sin importar que hayamos propiciado la modesta gloria del cine español. ¿Cómo amar entonces a España? ¿Por qué no querer convertirse en un hombre diferente a tu padre?
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