Aquel perro ladeado que comía solomillo y que alternó con todos los fantoches del gran mundo vigila hoy, para dar el "agua" si viene la poli, junto a la imaginaria manta en la que su amo, Javier Mariscal, expone los restos de su naufragio. Perro y amo están en la ruina, como media España, como la mitad, tirando por lo bajo, de los españoles como consecuencias de lo que ha pasado en estos últimos años de desgracias. Eso que se ha dado en llamar "la crisis", pero que no es sino el conjunto de efectos devastadores de la Revolución de los Ricos, de su ajuste de cuentas sobre la población vencida, quebró el estudio de diseño de Mariscal, pues las cosas, de súbito, ya no estaban para dibujos, por muy buenos y llenos de sentido artístico que estos estuvieran.
El valenciano hubo de despedir a sus empleados cuando vio que no era por una mala racha que se vaciaba de encargos el taller, sino porque se había apagado, como tantas en el firmamento del país, su estrella. Y a estrella apagada, todo son pulgas: los bancos echándose encima, la separación de su mujer y el SOS al psicólogo, que era el único que, bien que por imperativo profesional, le siguió haciendo caso. La ruina. El silencio del teléfono y de los amigos. "Ya sé que ver y oír a un triste enfada", que escribió Miguel Hernandez tan bellamente como él sabía.
La mitad de los españoles estamos en la ruina, como Mariscal, como Cobi, de modo que comprendemos bien, pues la convivimos, la angustia del perro posmoderno y de su amo. Sin embargo, hay algo que rechina a la hora de establecer con éste una completa empatía: lo de que necesita dinero para llevar a sus hijos a un "colegio bien". Me temo que Mariscal se refiere a un colegio caro, privado, de esos que cuestan un riñón y la yema del otro. En uno público y carenciado, Mariscal, tus hijos aprenderían mejor a entender qué te ha pasado, qué nos ha pasado.
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