Las recientes elecciones acaban de mostrar el egoísmo estupefaciente de nuestros políticos (nuevos o viejos, da igual), que anteponen sus intereses personales a los colectivos.
Ha pasado con Artur Mas, aferrado al cargo hasta que su propio partido le ha dicho que se eche a un lado para que Cataluña pueda tener Gobierno. Le llegará a suceder lo mismo a Mariano Rajoy, que nadie lo dude, si él se convierte en el último obstáculo para una coalición con el PSOE y el partido de Albert Rivera.
Por otro lado, ya me dirán: los anarquistas de la CUP pretendiendo dirigir Cataluña con sólo 10 diputados; Podemos queriendo tener cuatro grupos parlamentarios cuando PP y PSOE tienen solamente uno, y los socialistas prestando senadores a los separatistas a cambio (sin confesarlo) de que quienes quieren destruir España permitan a Pedro Sánchez llegar a La Moncloa.
Todo esto, claro (y mucho más), llenándose la boca de grandilocuentes conceptos de democracia, respeto a la voluntad popular, gobernabilidad y demás gárgaras.
Caso Noos Lo mismo sucede con el juicio del caso Nóos y la posible culpabilidad de la infanta Cristina de Borbón. Unos ya la han condenado antes de ser juzgada y otros, en cambio, aluden a la doctrina Botín como si el privilegio de que disfrutó un insigne banquero no hubiese sido una injusticia de tomo y lomo.
Las elecciones y sus secuelas han sacado, pues, a la luz lo peor de nuestra clase política (nueva o vieja, da igual). Pero lo malo no es eso, sino el darnos cuenta de que esos políticos han sido elegidos por nosotros y que, de verdad, de verdad, nos representan fielmente en lo mejor y (sobre todo) en lo peor de nosotros mismos.
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