Parece claro que la enfermedad del PP es la corrupción. ¿Qué otra cosa, sino trincar, podían hacer en política los gárrulos y soeces personajes que hoy se hallan a la sombra, o van rindiendo cuentas antes los tribunales, o son capturados por la Guardia Civil, o andan por ahí aquellos a los que no se ha pillado todavía?
Bastaba contemplar el careto y las hechuras de esos tipos para colegir, con estrecho margen de error, su catadura moral, pero se ve que el partido de Génova vio en ellos otra cosa: unos magníficos dirigentes. Tal es la enfermedad del PP, el latrocinio a dos manos perpetrado por esos dirigentes con mando en plaza y acceso a la combinación de la caja fuerte comunal, pero sus consecuencias las está pagando la nación entera, que no sólo ha quedado empobrecida, burlada y exhausta por el monumental saqueo, sino que se enfrenta a los rigores locos del tratamiento.
Como debeladores de la cleptocracia, sus mordidas, sus sobres, sus nepotismos y sus puertas giratorias, se presentan los que, con harta exageración y fantasía, se reputan como portavoces de “la mayoría social”, una mayoría social que no reúne ni a una quinta parte de los electores. Lamentablemente, la fisionómica también va con ellos, y no digamos el análisis de lo que dicen, de los que hacen o hicieron (los adolescentes de treinta y tantos años también tienen pasado), y de lo que en realidad son y persiguen.
El resultado es que las opciones de futuro parecen reducirse al viejo partido corrupto y al nuevo que no es nuevo, sino un producto de las horribles circunstancias generadas por el primero. El PSOE, que con su debilidad paga ahora el precio de haber abandonado en su día a la sociedad para instalarse en los confortables predios del Estado, poco puede hacer salvo volverse loco buscando la menos mala de las equivocaciones, porque equivocarse, se va a equivocar.
¿Qué es peor? ¿El remedio o la enfermedad? ¿Podemos o el PP? A desempantanar el espantoso dilema sólo puede acudir la razón.
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