Expertos en demoscopia y en el análisis de resultados electorales han informado, tras las elecciones generales del 20 D, una explicación razonable a los pésimos resultados del PP. Estos resultados han supuesto la pérdida de más de 3 millones de votos, equivalentes a 63 escaños en el Congreso de los Diputados.
Las causas han sido varias. De una parte, el lógico desgaste de la acción de gobierno, con la obligación de acometer una serie de medidas absolutamente impopulares. Por otro lado, están unos incumplimientos de su programa electoral, obligados o no, que han retraido a su electorado tradicional a favor de otras formaciones emergentes. Sin embargo, castigo tan importante ha tenido origen, fundamentalmente, en la corrupción de una parte importante de la clase política, percibida por la ciudadanía en un momento especial de crisis económica, con consignas de “apretarse el cinturón”, cuando a otros niveles parecía correr el dinero a manos llenas y sin control. Es verdad que no sólo el PP ha sido el afectado. También ha habido casos escandalosos en otros Partidos, léase PSOE en Andalucía con los famosos ERE o los cursos de formación, en plena fase de instrucción judicial y con Comisiones de Investigación en el Parlamento andaluz, o en Cataluña con una más que aparente trama cuasi mafiosa, que ha alcanzado a una parte importante de sus dirigentes en los últimos años. Todo ello, bien administrado, ha permitido crecer a los populismos emergentes, que han manejado muy bien la indignación popular.
Pudiera pensarse que con el castigo infringido en las urnas, su lugar natural, a los grandes partidos, PP y PSOE, estos habrían pagado sus culpas cometidas, bien por acción directa o por incumplimientos en los seguimientos de determinadas personas con enriquecimientos difícilmente disimulables, sólo con un mínimo control por parte de las cúpulas de esos Partidos.
Es cierto que durante la última legislatura, el Gobierno del PP ha venido tomando una serie de medidas legislativas contra la corrupción, como las leyes contra la financiación ilegal de los partidos, la Ley de Transparencia, que obliga a un mayor control de los fondos de las administraciones públicas, etc. pero es evidente que sus efectos no son percibidos aún por la ciudadanía.
Las negociaciones, o conversaciones, actualmente en marcha entre los únicos partidos que pueden lograr un Gobierno de estabilidad, bastante complejas por la aritmética parlamentaria, están viendo como un importante obstáculo los antecedentes descritos. Sí ya era bastante difícil alcanzar algún acuerdo, la aparición estos días de nuevos casos de corrupción, que afectan fundamentalmente al PP valenciano o el presunto escándalo en la empresa pública Acuamed, con ramificaciones hasta altas instancias de la Administración, se estarán convirtiendo en un nuevo muro de contención que dificultan, aún más, alcanzar los acuerdos que una gran parte de la ciudadanía desearía.
Pese a ello, hay algunos signos de sensatez. La Fundación España Constitucional, integrada por exministros de la Democracia de UCD, PP y PSOE, limando las diferencias ideológicas que puedan existir, se ha manifestado públicamente sobre los problemas que tendría una excesiva demora en la constitución del nuevo Gobierno, estando encima de la mesa la gravísima cuestión catalana, así como las graves consecuencias económicas y sociales que se derivarían de un Gobierno en funciones durante demasiado tiempo, máxime si al final hubiera que repetir las elecciones.
Sí para evitar estas situaciones es necesario renunciar a los personalismos, ha llegado el momento de demostrar la generosidad y el sentido de Estado de los actuales negociadores, dando un paso al lado o hacia atrás
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