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Opinión

El último cuplé de Sara

El último cuplé de Sara

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Cuando los hermanos Zamora, abrieron el cine en el pueblo allá por 1949, yo no levantaba dos palmos del suelo, pero el rayo de luz que salía de la cabina de proyección, entró por mis ojos como si fuera la misma mano de Dios y allí se quedó en mi cabeza, flotando igual que una obsesión eterna que iba a consumir mi vida.


A José Zamora, el jefe, le conté que quería ir todas las tardes a ver las películas, pero no podía pagar la entrada, a cambio trabajaría en lo que fuera menester. Y así empecé, acomodaba a la gente con una linterna de petaca, barría entre las sillas de anea y los bancos, guardaba los rollos de celuloide en su caja de metal, subía a la cabina con la merienda de José… Antes de cada estreno  los dos veíamos la película, para asegurarnos que no tuviera cortes y viniera en condiciones.


Fue un viernes, recuerdo que la carretera estaba cortada, en Jalón llevaba nevando cuatro cinco días sin parar. Cerramos, ya corría camino de mi casa, cuando José me llamó para encontrarnos en el cine bien temprano, íbamos a ver El Último Cuplé de Sara Montiel, el sábado era el estreno y todo tenía que estar preparado. Aquel mismo año estuve un mes en un cuartel de Zaragoza, el sargento dijo que volviera al pueblo, al ejército de poco le valía alguien con los pies más plano que un pato.


Era tanta la nieve que casi no llego. Sacudí mi ropa, entera blanca y corrí cabina arriba, saltando los escalones de tres en tres. Asomados a los ventanucos vimos a Sara Montiel, la mujer más sensual del momento, con aquella voz tan suya que era capaz de volver loco a cualquiera. ¡Cómo salía el humo de su boca!, mientras cantaba y hablaba de su amante, que la esperaba tras los cristales de alegres ventanales o era ella quien esperaba.


– Una mujer así no espera a nadie. Dijo mi jefe, un enamorado incondicional de la artista.


No dejó nevar aquel día y los siguientes, así que por el cine no apareció casi nadie y aquellos besos sabios, podíamos repartirlos entre los pocos espectadores y cada uno soñaba con el mismo deseo: que los ojos de Sara pudieran mirarle aunque fuera una sola vez, la primera y la última vez. Yo fui el amante solícito y galante, que espero a Sara toda una vida, hasta cuando hice la casa, adorné la alcoba detalle por detalle como la que aparece en la película y he seguido soltero. Fui a verla a Madrid en un teatro, encargué que le llevarán el mejor ramos de flores, pero como no tenía costumbre olvidé darle mi tarjeta, además que iba a poner:” Acomodador de un cine de pueblo” o “El que hace las palomitas y vende los caramelos”.


Ahora Sara ha muerto, estará fría ya no sentirá ese calor del humo embriagador, que hubiera prendido la llama ardiente de nuestro amor.


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