El 6 de agosto de 1945 explotaba sobre Hiroshima una bomba de uranio altamente enriquecido. En un instante, el artefacto arrasó y quemó alrededor del 70% de los edificios y áreas de la ciudad y, para finales del mismo año, había provocado unas 140.000 muertes al tiempo que generó un aumento del cáncer y otras enfermedades crónicas entre quienes sobrevivieron estando cerca, pero también en zonas geográficamente más alejadas. Solo tres días después explotaba en Nagasaki otra bomba, compuesta de plutonio y algo más grande que la anterior. La nueva ciudad objetivo, situada a unos 420 kilómetros de Hiroshima, quedó reducida a escombros y, por supuesto, vacía. Aquella segunda bomba en territorio japonés mató a 74.000 personas y causó el aumento exponencial de las temperaturas del suelo hasta los 7.000 ºC mientras se hacía constante una lluvia negra radiactiva que inundaba todo a su paso. La desgracia de miles de personas se había convertido, incluso antes de que ocurriera, en una suerte mecánica para el capitalismo del otro lado del mundo: los dos ataques nucleares, ordenados por Harry S. Truman, presidente de Estados Unidos en aquel momento, contra el Imperio del Japón constataba algo así como una inteligencia suprema. Buenvenidos al futuro.
Cuando Eisenhower asumió tras él la presidencia de Estados Unidos en 1953, las autoridades de Estados Unidos tenían unas 1000 bombas nucleares reservadas. Cuando dejó el cargo en 1961, el número había crecido hasta las 18.000. "El átomo ha llegado a la ciudad" exclamaban mientras tanto los anuncios de televisión de la época. Al tiempo que el terror nuclear se reforzaba con los nuevos productos culturales, el debate parecía tener una contraportada: algo a lo que le dieron el nombre de jardinería atómica.
La destrucción que atravesaba a la tierra
Puede sonar a ciencia ficción, pero por entonces ninguna ficción exageraba. La jardinería a base de rayos gamma es una parte muy real de la historia del siglo XX, tanto que incluso forma parte de nuestro presente. En algún momento no muy lejano, las potencias mundiales que tomaron partido del marco internacional tras el fin de la Segunda Guerra Mundial alentaron tanto a científicos como a aficionados a la jardinería de andar por casa a aprovechar el poder de la radiación para comenzar a experimentar en cualquier rincón.
No obstante, la idea no era del todo nueva. La reproducción por mutación ya había aparecido en algún vértice de la historia de las prácticas agrícolas y científicas casi un siglo antes, pero para entonces había tomado una forma mucho más llamativa, la de una alternativa a la destrucción que atravesaba la tierra, una reversión del monstruo para contraatacar, explica el peiordista Matthew Ponsford en la revista digital Neo.Life. Como señala Sharif Yousef en el podcast 99% Invisible, la humanidad se ha acercado a las plantas para satisfacer sus propias necesidades desde el comienzo de su instinto, pero las tecnologías ofrecieron "enfoques más radicales para la reproducción selectiva y la alteración genética" que prometían inmediatez. En el libro Evolution Made to Order, la historiadora de la ciencia Helen Anne Curry registra cómo empresarios como el vendedor de semillas por correo David Burpee idearon estratagemas de marketing para vender caléndulas irradiadas llamadas "X-Ray Twins". Su ambición no era otra que "sorprender a la madre naturaleza", señala.
Campos con forma de anillos
Con el nuevo y potencial invento no solo se podía acabar con la vida de forma masiva e inmediata, también con más paciencia se podía acabar con los ritmos de vida de la naturaleza en pro de su uso doméstico. Se trataba de explotar semillas con rayos gamma, haces de iones y electrones, o sometierlas a una variedad de mutágenos químicos. En la mayoría de los casos, el proceso involucraba la exposición de aquellas a cobalto-60 radiactivo en gabinetes peligrosos o campos especiales dispuestos en un anillo alrededor de una fuente de radiación, con diferentes cultivos sembrados siguiendo la forma de las porciones de un pastel que emanaban del centro.
Si bien es cierto que las mutaciones ocurren de forma natural y aleatoria en cada célula viva, lo que pretendían los investigadores del átomo era aumentar esa tasa de mutación. "Lo vieron como 'acelerar' la evolución y esperaban crear cultivos que pudieran soportar las duras condiciones de crecimiento o ser más resistentes a las enfermedades. Pensaron que su trabajo podría incluso terminar con el hambre global y convertir el mundo en 'un sonriente Jardín del Edén'". De hecho, incluso encontraron refuerzo en científicos que habían trabajado en la aplicación militar de la energía atómica en el pasado y ahora estaban invirtiendo o patrocinando programas dedicados a llevar aplicaciones más pacíficas de la energía atómica al dominio público, incluyendo la jardinería atómica.
El átomo pacífico
De la misma forma, apunta Chris Fite, especializado en Artes en Historia Pública por la Universidad del Sur de California, los promotores del átomo pacífico insistieron en que los científicos "habían domesticado una fuerza poderosa de la naturaleza convirtiéndola en una sirvienta. El átomo ahora servía a la entera disposición del humanos que habían desentrañado sus misterios". A medida que crecía el escepticismo público sobre la energía atómica y los arsenales nucleares. Siguió aumentando de tamaño en todo el mundo, la jardinería atómica cayó en desgracia, junto con otras iniciativas de Atoms for Peace.
"El átomo se convirtiría en un genio obediente, pensaban algunos, un gigante benévolo y un útil detective privado (este átomo domesticado era lo suficientemente pequeño como para investigar lugares a los que los humanos no podían acceder, sin embargo lo suficientemente potente como para remodelar entornos a una escala asombrosa). La energía atómica por lo tanto se encarnó como una entidad que preexistía a los humanos, pero que ahora existía con el propósito de servirles", señala Fite al respecto. Así, a partir de los años 50, se contruyeron campos en forma de laboratorios en Virginia, Florida, Tennesse, Nueva York, Noruega, Suecia, Dinamarca, Italia la Unión Soviética, China, Japón India, Bangla Desh, Indonesia, Sri Lanka, Tailandia, Ghana, Egipto Sudán, Kenia, Costa Rica, Brazil y, sí, también en España.
Un experimento con historia
Claro que si la idea no era nueva tampoco lo era el proyecto. En 1927, el genetista Hermann Muller ya había realizado un famoso experimento en el que expuso moscas de la fruta a rayos X. Esta radiación ionizante tenía el poder de penetrar en las células y alterar el material genético. Algunas de las moscas de la fruta de Muller tenían genes mutantes y algunas de esas mutaciones eran hereditarias (podrían transmitirse a las generaciones futuras).
Hasta que llegó ella, Muriel Howorth. De alguna manera, escriben desde el portal de Plants and pipettes, las plantas eran "la intersección perfecta de la ciencia y las actividades que, en ese momento, se consideraban más apropiadas para las mujeres". Con ellas, Howorth resultaba sin embargo extraña, pues ajena a las prácticas habituales de los cuidados, en 1948, apenas unos años después de la Segunda Guerra Mundial, se interesó por la energía atómica. No tenía una formación académica científica, pero hizo lo que muchos científicos no hacían, es decir, dedicarse a devorar libros de ciencia. De esta forma leyó La interpretación del radio de Frederick Soddy, quedando cautivada de inmediato con dos premisas del libro: los posibles usos positivos de la radiación y la importancia del compromiso público con la ciencia.
Las aportaciones de Muriel Howorth
Se convirtió en una presencia habitual de las reuniones científicas, con experimentos que salían de toda órbita. Poco a poco, Howorth se encargó de fundar, dirigir y presidir varias organizaciones que trabajaron para desarrollar la idea de la energía atómica como una fuente para el bien. Su 'Asociación de Energía Atómica' inicial se convirtió en el 'Club de Energía Atómica de Damas', que se transformó en el 'Instituto de Información Atómica para el Layman' y, en última instancia, en el 'Instituto de Información Atómica'.
De sus experimentos caseros (concinó y consumió patatas y cebollas que se habían conservado durante tres años mediante irradiación, llevó una patata irradiada en el bolsillo durante semanas o plantó una planta de cachuetes germinada por ella misma que más tarde dio a probar en una de aquellas reuniones científicas) dio forma a toda una institución de la que las mismas instituciones internacionales buscarían los máximos beneficios. Según explica el periodista Ponsford, a mediados de siglo, "las naciones en rápido desarrollo, desde Egipto hasta Pakistán, tenían poblaciones en crecimiento a las que alimentar, pero partes de sus suelos también habían sido atacadas por la radiación". En palabras de Ranjith Pathirana, investigador asociado de 'Plant & Food Research' Australia, que comenzó a trabajar con mutagénesis en Sri Lanka natal hace casi 40 años, "para países con suficiente tierra cultivable y mano de obra barata, este tipo de experimentación tenía sentido desde el punto de vista económico".
Campos atómicos en España
A medida que las tecnologías transgénicas comenzaron a dar grandes pasos a partir de los años sesenta, llegaron a los laboratorios los llamados organismos genéticamente modificados (OGM) y estos experimentos dispersos y aleatorios de reproducción de mutaciones quedaron en segundo plano.
En 1964, las agencias de alimentación y energía nuclear de las Naciones Unidas, la Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO) y la Agencia Internacional de Energía Atómica (OIEA), acordaron fusionar sus proyectos de mejoramiento por mutación, convirtiéndose en el principal patrocinador mundial de la mutagénesis. Hasta la fecha, al menos 3.365 variedades mutantes están registradas en la base de datos de variedades mutantes de la FAO/OIEA, cada una de las cuales enumera una modificación beneficiosa para uno de los 220 cultivos provenientes de 70 países. Entre ellos, una variedad de trigo en Italia, variedades de arroz en toda Asia, algunos tipos de peras en Japón y una variedad de girasol en Estados Unidos. Para entonces, España ya había entrado en el juego. Ocurrió en julio de 1961, tras una reunión del Subcomité de Investigaciones Agronómicas de la Comisión Europea de Agricultura de la FAO que se ocupó de la aplicación de las radiaciones y los isótopos radiactivos a la investigación agrícola. El Instituto Nacional de Investigaciones Agronómicas ponía en marcha un jardín atómico en sus parcelas de ensayo ubicadas en El Encín, a la salida de la localidad madrileña de Alcalá de Henares por la actual A-5, cerca de Azuqueca de Henares.
Un futuro radiado
El Campo de radiación gamma de El Encín constaba de un círculo de 440 metros de diámetro, vallado y densamente arbolado, sobre una superficie de 15 hectáreas. En su centro, a su vez, había otro círculo concéntrico de 50 metros de diámetro, delimitado por un muro de hormigón, con talud escalonado de tierra en su interior, de 4 metros de altura; y un único acceso con doble curvatura (en forma de "S") para reducir la salida de radiaciones. Allí plantaron y sembraron semillas de distintas plantas siguiendo un radio circular. Era el comienzo de un plan de experimentos de irradiación de cultivos por medio primero de una fuente de cerio y posteriormente con una bomba de cobalto. Nacía el primer jardín atómico de España.
En su punto central, una fuente de emisora de rayos gamma compuesta de comprimidos encapsulados en acero con radioisótopos de Cesio-137, procedentes de reactores nucleares norteamericanos que se encontraba dentro de un invernadero hexagonal de 6 metros de diámetro y paredes desmontables. Fuera, laboratorios y más laboratorios. Todo quedaba protegido con una valla electrificada.
En la actualidad, el campo de El Encín está gestionado por el Instituto Madrileño de Investigación y Desarrollo Rural, Agrario y alimentario (IMIDRA), el centro en el que se realizan los proyectos de investigación agroalimentaria y agroambiental de la Comunidad de Madrid. La utopía atómica agraria quedó sujeta a nuevas tecnologías, pero seguimos recogiendo la cosecha de aquellas primeras manipulaciones del genoma que se lograron a través de la mutagénesis atómica.
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