“La comida es la fuerza más influyente de nuestra vida y nuestro mundo, esencial para nuestras relaciones con la naturaleza y entre nosotros”, escribe la arquitecta Carolyn Steel en el libro Sitopía, de reciente aparición en español. Por esto, la autora llama a “cambiar con urgencia nuestra manera de comer y producir comida, lo cual significa que debemos volver a valorarla”. En ese valorar lo que ingerimos se incluye, sin dudas, prestar atención a su ciclo completo, es decir, integrando los restos. Y no solo las sobras domésticas, sino los residuos del procesamiento industrial de alimentos.
Hay, por ejemplo, desechos derivados de la extracción del mosto del vino, de la malta de la cebada de la cerveza o del procesamiento de la soja que tienen una segunda vida alimenticia, como sustancias de alto poder antioxidante y protector de las células. El bagazo (lo que queda de las uvas tras extraer su jugo), el orujo, el alperujo de las almazaras (tras la fabricación del aceite de oliva) y la okara (o pulpa de soja) son considerados residuos orgánicos que, por sus propiedades, pueden seguir nutriéndonos, en tanto ingredientes de otros alimentos procesados o de suplementos dietéticos.
Varios estudios han encontrado utilidad a otros restos de la industria alimentaria, que podrían convertirse en neumáticos de coches o en biocombustibles. Son los casos de la piel del tomate y las cáscaras de huevo que han probado su eficacia como sustitutos del caucho, sin ir más lejos. También hay vida extra para las cáscaras de patatas, las migas de masa frita, el suero del queso y otras materias de desecho, procedentes del tratamiento industrial de alimentos, que invariablemente terminan en vertederos, y que podrían servir para obtener biogás y electricidad, o fertilizantes orgánicos.
Así, junto al valioso reciclaje artesanal para obtener compost que ya practican muchas familias, hay científicos que se han propuesto ir un paso más allá, con el objetivo de estimar los mejores usos a gran escala para los residuos orgánicos del procesamiento de alimentos. Con ese fin, ha sido necesario analizar exhaustivamente su contenido y, basándose en esos hallazgos, proponer oportunidades de producción, que tendrán en cuenta su tasación.
Un estudio desarrollado por un equipo de la Universidad del Estado de Ohio (EE.UU.), y publicado recientemente en la revista Science of the Total Environment, propone formas rentables de utilizar restos industriales, que podrían conseguir que reducir las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) resulte tentador también para los industriales del sector de la alimentación.
En el trabajo, las investigadoras anuncian que hay dinero por recuperar y potencial para contribuir en la lucha contra el calentamiento global, al encontrarle una nueva utilidad, a gran escala, a los millones de toneladas de basura que, anualmente, se vierten en las alcantarillas o se acumulan en los vertederos. Para ello, resulta crucial determinar el valor potencial de lo que, normalmente, se echa a perder.
Se trata de desechos que, "de otra manera, no tendrían valor o incluso representarían un drenaje de recursos para una empresa, que tiene que gastar dinero para deshacerse de ellos", explicaba, en la presentación, Katrina Cornish, autora del estudio y profesora de Horticultura y Ciencia de Cultivos e Ingeniería alimentaria, agrícola y biológica en la Universidad Estatal de Ohio (EE UU).
Esta científica de materiales bioemergentes menciona la bioeconomía como una disciplina indispensable para implementar nuevos modelos de negocio, sobre la base de experiencias de éxito en ese sector industrial.
Lo que 'se echa a perder'
Para este trabajo, se recolectaron un total de 46 muestras de desechos, incluidas 14 de grandes compañías de procesamiento de alimentos de Ohio, y se dividieron en cuatro categorías amplias: vegetales, restos ricos en grasas, lodos industriales y almidón. Caracterizaron las propiedades físicas y químicas del contenido de la muestra y probaron que algunos desechos con almidón demostraban ser buenos candidatos para la fermentación en plantas de acetona química (que se usa en la fabricación de plásticos, fibras y medicamentos, entre otros).
En términos generales, la densidad de energía de un tipo de desecho –basada en el poder calorífico– y la relación carbono-nitrógeno fueron los principales elementos evaluados para determinar su potencial de reutilización. Por ejemplo, los residuos grasos y los minerales pueden transformarse en biogás, a través del proceso de la digestión anaerobia (o biometanización). Por su parte, los remanentes de soja tienen suficiente densidad de energía como para ser utilizados en la producción de biodiesel.
Queda claro, pues, que las sobras vegetales bajas en calorías no son las más apropiadas para la producción de energía, pero sí resultan abundantes fuentes orgánicas de flavonoides, antioxidantes y pigmentos que podrían extraerse y usarse en compuestos con beneficios para la salud.
En cuanto a otros materiales bioemergentes, la autora principal del estudio e investigadora de la Universidad del Estado de Ohio, Beenish Saba, explica que “existe un amplio margen para el desarrollo de productos de base biológica”, lo que, por supuesto, incluye “el uso de biorresiduos como componentes de materiales y procesos”. Por otro lado, destaca, “la licuefacción termoquímica y la digestión anaeróbica evitan la necesidad de secar los desechos antes de su uso y deben explorarse en este contexto”.
Este trabajo, que está en la línea del objetivo de la Environmental Protection Agency norteamericana de reducir el 50 % el desperdicio de alimentos, en 2030, según la autora, puede dar una de las claves metodológicas para reducir esa pérdida: la “valorización” de los desechos.
Consultada sobre las mejores oportunidades de aprovechamiento a gran escala de este tipo de residuos, Saba sostiene que “la construcción de una biorrefinería para la fermentación o la electrofermentación de desechos para producir compuestos químicos podría representar esa oportunidad”.
Además, acerca de la posibilidad concreta de que las grandes procesadoras de alimentos tengan sistemáticamente en cuenta su huella ecológica y consideren alargar la vida útil de sus materias primas, la científica asegura que ya hay productores industriales que “están comenzando a rastrear datos de su impacto ambiental, en respuesta a los requerimientos del gobierno federal”. Esta es la razón, detalla, por la que desde el ámbito universitario se alberga la esperanza de que algunos de ellos “estén dispuestos a trabajar conjuntamente con los científicos para desarrollar modelos de datos que puedan resultar útiles”.
La científica insiste en que “la valorización de los desechos es importante para rebajar costes de gestión de residuos y, al mismo tiempo, reducir las emisiones de gases vinculadas al vertido o eliminación de los mismos”. De ahí que, en su criterio, “la industria debería apoyar la investigación universitaria para generar datos primarios en el campo de la valorización de los desechos”. Asimismo, añade que el compromiso con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de Naciones Unidas podrían inspirar a las agencias de protección ambiental a desarrollar planes de financiación para la investigación en esta área por parte de institutos de investigación y universidades”.
El cálculo de los nuevos usos
Si bien este estudio es un punto de partida, como reconocen los autores, la idea es que los productores de alimentos encuentren alicientes para considerar la posibilidad de hacer algo con esos productos de desecho que actualmente se tratan como basura.
El maíz ya se está cultivando para ser transformado en biocombustible, acetona y butanol, por lo que este trabajo, apoyado por el departamento de Agricultura del Instituto Nacional de Alimentación y Agricultura de EE UU, procura identificar otras fuentes de desechos ya disponibles, que también pueden convertirse en productos con nueva vida.
Así lo expone Saba: “Las tecnologías de conversión propuestas requieren energía para operar y también producen otros desechos secundarios, pero el modelo de valorización sienta las bases para renovados análisis del ciclo de vida completo de los alimentos y sus residuos, que ayudarían a cuantificar los beneficios ambientales de la reducción de desechos a gran escala”.
Lo que esperan desde la Universidad, según confiesa Cornish, es que “los productores realmente analicen sus costos y su huella, y vean cuál de estos enfoques podría funcionar para sus desechos, cuál sería el menos lesivo, en términos financieros (y preferiblemente rentable), y el que también minimizará cualquier huella de carbono”. En cuanto a la aportación a la lucha contra el cambio climático, “cualquier residuo que pueda ser valorizado tiene un impacto directo en las emisiones que producen el calentamiento global y en el ecosistema”, subraya.
Beenish Saba apuesta, finalmente, por la amplia comunicación de los avances científicos a los gestores públicos y a la población en general para “crear conciencia” acerca del rendimiento que puede ofrecer la basura.