Hubo un tiempo en el que en todos los barrios, por pequeños que fueran, siempre había un zapatero, tan necesario como el tendero de la esquina que nunca cerraba. Los zapateros llevaban entonces los milagros entre las manos, y con una simple navaja, una brocha vieja bañada en cola, un trozo de cuero y una aguja era capaz de darle vida a nuestras sandalias destrozadas por el asfalto y la tierra de las calles.
Hubo un tiempo en el que unos zapatos nos tenían que durar hasta que diéramos el próximo estirón y si era posible, hasta que viniera detrás nuestro hermano pequeño para heredarlos. Existía entonces una disciplina de las cosas útiles, de los objetos que formaban parte de nuestra vida y de nuestras casas como si fueran uno más de la familia.
De la misma forma que cuando los pantalones se rompían por la rodilla nuestras madres los remendaban y les colocaban dos parches de cuero para que siguieran navegando, cuando llegábamos a casa con la suela del zapato colgando o con la costura malherida, ya sabíamos que el camino no era el cubo de la basura, sino el portal del zapatero donde aguardábamos descalzados a que el artesano rematara la cura.
Los remendones de entonces nos conocían por el estado en el que le llevábamos los zapatos y sin saber nada de nosotros, sólo con ver lo que le habíamos llevado, ya reconocía al ‘pájaro’ que tenía delante. “Le dices a tu madre que en vez de una sandalias lo que le trae cuenta es comprarte unas botas de fútbol”, me decía Manuel Salinas, el zapatero de la calle de Mariana, cada vez que necesitaba su ayuda.
Los zapateros tenían entonces alma de filósofos y habían aprendido filantropía a fuerza de escuchar las penas y los pesares de las clientas que mientras esperaban a que estuviera listo su encargo se desahogaban contándoles sus desventuras. El zapatero de mi barrio era el primero que se enteraba del caso de la muchacha que parecía formal y se había ido con el novio, o del sufrimiento de la vecina de enfrente que arrastraba en silencio la cruz de su marido, del que todo el mundo sabía que tenía una querida.
El taller del zapatero era un pozo donde iban a parar todos los rumores del barrio, pero de donde nunca salía una palabra de más. Los zapateros eran imprescindibles en nuestras vidas y formaron parte de nuestras historias hasta que en los años noventa empezaron a desaparecer. En los tiempos de apogeo económico, cuando de pronto se instaló entre nosotros el gusto por lo efímero, los zapatos se nos quedaban viejos en unos meses, el tiempo que tardábamos en pasar de nuevo por un escaparate y ver un nuevo modelo que nos gustaba más. No es de extrañar que muchos zapateros remendones se quedaran sin trabajo y decidieran cambiar de profesión. Uno de ellos fue Francisco Javier Torres, que tuvo que dejar su local de la calle de Pedro Jover porque no le llegaban clientes suficientes para poner afrontar el alquiler mensual.
Curriculum Él no heredó el oficio de su padre, como era habitual, sino que lo aprendió cuando trabajaba de empleado en la ortopedia de la calle Gregorio Marañón. Allí estuvo seis años hasta que se atrevió a hacerse autónomo y montar su propio negocio en la calle de Restoy. Fueron diez años de experiencia y prosperidad, tanta que un día se le quedó pequeño el taller y se mudó a la calle de Pedro Jover, un escenario donde el éxito parecía asegurado al tratarse de una de las avenidas de más tránsito del casco histórico.
Entonces llegó la crisis con todas sus consecuencias, y los recortes cotidianos que se cebaron en las casas afectaron también al oficio. Fueron muchos los pequeños empresarios que sucumbieron, entre ellos Francisco Javier Torres, que acabó en las listas del paro. En aquel momento, no podía imaginar que la recesión que lo apartaba del camino iba a ser su aliada cuatro años después. Ese tiempo de gran depresión económica ha sido también un período de reflexión que ha generado una mentalidad distinta. De nuevo se ha vuelto a recuperar aquella educación por las cosas útiles de hace cuarenta años y la necesidad de que los objetos nos sobrevivan. Ya no se tira tanto y cuando se rompe un zapato se recurre otra vez al zapatero para que los deje como nuevos.
El regreso Este cambio de rumbo lo ha devuelto a la actividad. Francisco Javier Torres ha regresado con un nuevo taller, ahora en la calle de Trajano, donde ha montado una factoría en la que se mezclan las viejas herramientas del oficio con las máquinas más modernas que aceleran el trabajo.
Una de las joyas del establecimiento es una máquina de coser de la casa Singer de 1904, que la adquirió en Sevilla, en el taller de un viejo artesano de la calle Marqués de Pickman. Junto a la antigualla, muestra una Mebus Rodi, una máquina que ha traído de Alemania que según dice es única en España. “La maquinaria te ahorra mucho tiempo, pero la parte fundamental del trabajo, lo que te asegura un arreglo de garantías, lo sigo haciendo a mano, de forma meticulosa, como se ha hecho toda la vida”, me cuenta.
Además es un experto en el tinte del calzado y da consejos de cómo se deben de cepillar unos zapatos. “Por regla general solemos ser bastante dejados con el calzado y sólo de vez en cuando le damos esa mano de crema o esa capa de betún que necesita para que aguante más”, asegura.
También arregla las cremalleras de las braguetas, pone botones, hace agujeros en las correas, repara bolsos que parecían desahuciados y le mete a los bajos de los pantalones para que no se le escape ningún cliente, y por el mismo precio, si usted tiene un rato por delante y no lleva demasiadas prisas, puede sentarse en una de las sillas que decoran el taller y contarle sus alegrías o sus penas sin temor a que el zapatero le lleve la contraria.
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